Cine-mundial (1944)

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mujer antes que artista. Media hora en su compañia y empieza uno a sentir cierto pánico: “¡Cuidado con hacer, o decir, una barbaridad, Eduardito! ¡Piensa en la familia, atiende a tu reputación!” ¿Me explico? Si no me explico, lo siento, porque no puedo meterme más adentro. La más amazona de mis entrevistadas es Jeanette MacDonald. Impone por su estatura, por lo firme de sus pasos, por lo pesado de su cabello rojo que no logra agobiar una nuca blanquísima. En ella es dominante hasta la curva patricia de un mentón Casi agresivo. La que más impresión deja de “mundo” es Mary Pickford, que merece nicho particular porque, por un milagro que nada debe a los cosméticos, conserva la tez tan tersa, los ojos tam limpidos y el aspecto juvenil tan incólume como cuando tenía veinte años . . . ¡y es mi contemporánea! La que más dolores de cabeza me ha dado, hasta el punto de poner mi físico en 'inminente peligro, fue Mae Murray. La -cunstancia—la conocí una tarde en que estaba yo de mal humor y ella poco menos que como vino al mundo. Por esta ultima circunstancia, no me dejaban entrar, y por la otra cirde mi estado rabioso—se “armó un escándalo que produjo dos resul tados opuestos: mi entrada triunfal en el camarín donde estaba Eva y la intervención de su entonces marido, un caballero pelirrojo y también escasísimo de pulgas. Nos tomamos mutua antipatía. Pero ese lance preliminar resultó simple prólogo de otros, mucho más gordos, que vinieron después. Una revista, redactada en inglés, citó con mi nombre, cierto juego Mary Pickford, que encontró mucho después de Ponce de León, pero con mucho más éxito, la fuente de la juventud perenne. de palabras que me permití hacer a propósito de una película de Mae en que lo mejor del vestuario era una cornamenta de toro monumental. Al día siguiente, esta empolvada redacción se animó con la presencia, los gritos y los sombrerazos de cuantos intervinimos en el desgraciado incidente; y, por supuesto, del pelirrojo marido que estaba echando chispas. Ya ha llovido desde entonces, pero todavía hace cosa de dos semanas me encon tré a la actriz en una tertulia y sólo por el modo con que dijo al presentármela el dueño de la casa “¡Pero si yo conozco mucho a este señor !”, y por el retintin que le dió al “mucho,” comprendí que posee excelente memoria. El que menos actor parece de todos los astros que conozco es Robert Taylor . y uno de los pocos que, personalmente, son mejor parecidos que en la pantalla. Tal vez la conciencia del efecto que produce en las mujeres lo hace retraerse en una discreción que llega hasta la timidez. Las dos actrices que menos actrices parecen, por más naturales, son Irene Dunne y Merle Oberon. Nada de pose, nada de remilgos, nada de pretensiones. Se conducen, hablan, se visten y conversan como cualquier muchacha simpática a quien tiene uno el gusto de conocer en una reunión amable. Y, como no se dan pisto ni tratan de agradar por la fuerza, gustan más. La más insignificante de aspecto—por la estatura, por el peso, por la expresión y por lo descolorido del semblante, del pelo y del modo de ver—es Bette Davis. Estoy dispuesto a apostar que es la única de los millares de mujeres a quienes, en cinefotografía, conocen millones de gentes que podría atravesar la avenida más populosa de cualquier capital sin que la identificaran. Ahora que, cuando se pone a expresar sus ideas (que nada tienen de corrientes) y sus antipatias (que no se cuentan con los dedos de la mano) o sus simpatías (que desconciertan por lo atrevidas y dignas de alabanza) entonces . . . ¡qué grande parece a pesar de lo chiquita! (Continúa en la página 93) Jean Harlow, cuyo breve paso a través de las constelaciones cinematográficas dejó una estela de tentación, de palpitaciones y de suspiros. Febrero, 1944 Charles Chaplin, en quien han encarnado todos los payasos que ha habido en este pícaro mundo. Suponiendo que todos los payasos sean tristes, claro. Página 69