Cine-mundial (1920)

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C I X E il U X DIAL Yo, Actor De la vida inquieta €N CONTRA de la general opinión, y ateniéndome severamente a lo que mi personal experiencia me ha revelado, debo declarar que a los servidores de la farándula les será siempre más difícil sobresalir en el cinematógrafo que en el teatro. Dentro del "arte del gesto", que es el verdadero arte del comediante, el cinematógrafo exige una perfección suprema. En esa ciencia nueva y rara "del ademán", el cinematógrafo constituye un "doctorado", mientras el teatro llamado "de verso" no pasaría de ser una especie de "licenciatura". El éxito de una comedia no es muchas veces un triunfo estrictamente literario, sino la victoria de un acoplamiento feliz de circunstancias correspondientes a órdenes estéticos muy diversos. Obras que, leídas, nos parecieron monótonas, más tarde, en el teatro nos apasionaron con inesperados espejismos. El aplauso es algo irreflexivo, alado, epidérmico, que los maestros de la farsa escamotean fácilmente. Cuando el telón desciende sobre un brillante final de acto, el público no aplaude precisamente la labor del autor y la de sus intérpretes; celebra también la mise en scene, las decoraciones, los trajes opulentos de las actrices. . . a todo lo cual añadíase tal vez el hechizo de una música lánguida que sonó lejos entre bastidores, para acrecentar la belleza de un "efecto de luna". . . Los primeros actores, cegados por su gran vanidad, están seguros de que cuantos aplausos vibran en la sala durante el curso de una interpretación, son para ellos; pero se engañan, porque el público festeja tanto la hermosura de la frase como el gesto con que el histrión la entona y realza. El teatro es una suma o compendio de bellezas literarias y plásticas. El actor triunfa con el ademán y la voz, que son cualidades exclusivamente suyas; mas no olvide su egolatría que a ceñirse aquellos laureles le ayudaron el autor, los tramoyistas, el sastre, el electricista obscuro encargado de manejar las luces. . . Así, del embriagador tesoro de los éxitos teatrales, los comediantes sólo debían adjudicarse un modestísimo tanto por ciento. La labor de los artistas de cinematógrafo es mucho más meritoria, pues su trabajo tropieza con obstáculos y responsabilidades incalculablemente mayores. Los impresionadores de películas luchan, en primer término, con la brevedad del escenario en que leyes ópticas inexorables les constriñen a moverse. En la gran amplitud de los escenarios de teatro, las miradas de los espectadores divagan, y con ellas la atención se distrae; lo que no sucede en la pantalla, donde todas las figuras, por hallarse muy vecinas unas de otras, son vistas y juzgadas a la vez; los ojos no vacilan, la atención tampoco, y así la menor incorrección sería inmediatamente advertida. Otra circunstancia adversa al actor ci Enero, 1920 < Eduardo Zamacois llegará pronto a Nueva York dispuesto a celebrar contratos sobre la adaptación cinematográfica de sus obras, algunas de las cuales tienen en estos momentos gran éxito en los Estados Unidos. Blanca Valoris, la exquisita actriz de la Studio Films, también estará pronto ■ en Norte América. — N. de R. nematográfico es la severidad de los colores negro y blanco; estas tonalidades supremas no perdonan nada, y bajo su acción la retina del espectador, que en el teatro suele adormecerse con la sinfonía de los rojos, de los verdes, de los violetas y de los azules, se hiperestesia hasta obtener una acuidad perceptiva implacable. Pero la dificultad suprema que el actor mímico ha de vencer, es el silencio. El verbo le está prohibido. ¿Cómo imitar con las manos, con los movimientos de los labios, con los ojos y las arrugas de la frente, la maravillosa elocuencia de la palabra? El amor, el odio, los celos, la avaricia, los remordimientos, la ambición, el hambre, la sed. . . y otros varios perfiles que pudiéramos llamar "básicos", del cuerpo y del espíritu, son, merced a la misma violencia y sencillez de su naturaleza, mimados fácilmente. Pero, ¿quién traduciría en gestos los minúsculos e incontables matices o penumbras del pensamiento y de la sensación? ¿Cómo plasmar lo intangible? ¿Cómo hacer que aquello, de esencia sutil y musical, hecho para impresionarnos por al conducto de los oídos, se transmute en línea y color y nos llegue al corazón por las ventanas de los ojos? De estos y otros varios tiquismiquis y tropiezos no llegué a informarme plenamente hasta que la casualidad — la gran musa folletinesca, madre de los artistas — me permitió conocer a los Sres. Sola y Codina, directores de la empresa cinematográfica española Studio-Films. A ellos debo haber sido actor de cinematógrafo durante el brevísimo espacio de cinco o seis semanas. Don Juan Sola es un hombre cuarentón, gordo y alegre, que vestido de abate y en Francia, bajo la regencia, hubiese estado muy bien. Habla poco y, por lo mismo, su golpe de vista es pronto y exacto. Le he visto trabajar muchas veces: es un operador excelentísimo, un "virtuoso" dueño de los mil maravillosos secretos de la perspectiva y de la luz. Su compañero y tocayo Codina cuida de cuanto concierne al montaje de las obras: planeamiento literario de las mismas— ordenación de escenas y títulos — ; decoraciones, estilo y tonalidad de los muebles, trajes, etc. Pequeño, flaco, desaliñado en el vestir, mal peinado siempre, la color macilenta, los ojos saltones, el belfo colgante y como sediento bajo el hirsuto bigote recortado según la moda yanqui, la voz amistosa y regañona a la vez, este Codina es un admirable director de teatros. Puesto a trabajar sus nervios se desatan y todo su cuerpo se alebra, se estira, se retuerce, en una indescriptible torsión de músculos. Visto desde lejos, los brazos en alto, el cuerpo inclinado hacia adelante y las piernas en flexión, más que dirigir un ensayo parece tirar al florete. No contento con decirles a los actores cuanto deben hacer, les sigue paso a paso en todas sus expresiones y actitudes, afligiéndose o llorando o indignándose o forcejeando. . . etc., etc., según las circunstancias. Estas tempestades emotivas prolongadas durante tres o cuatro horas, le acaloran y deprimen. A poco de comenzar los ensayos Codina, aunque haga frío, comienza a restañarse el sudor. Luego, con un ademán brusco, se quita, mejor dicho, "se arranca", de los hombros la americana; después se desabrocha el chaleco; finalmente, furioso al ver que nadie interpreta sus observaciones exactamente, se desembaraza de la corbata y del cuello, que arrojará a un rincón. Este derroche de emotividad, de sinceridad, le arruina, le vence: cuando el trabajo acaba, mientras los comediantes se desvisten, don Juan Codina, roto, vencido, deshecho de tanto hablar, de tanto reñir, de tanto moverse, dormita sobre una butaca en mangas de camisa. . . Sola y Codina me indujeron a representar, en la adaptación cinematográfica de mi novela El Otro, el papel de "Juan Enrique Halderg", — Tiene usted — me dijeron — el tipo, la seguridad de ademanes y, sobre todo, "el no sé qué" necesarios para triunfar en la pantalla. Anímese y desde ahora le auguramos que ese film será un éxito. La proposición era tentadora: yo veía abrirse ante mí un camino nuevo, con emociones ignoradas y fuertes que exigirían de mis nervios una gimnasia especial. Sin embargo, vacilaba : mi amor propio, ese deseo "de quedar bien", tan agudo en los artistas que llega al dolor, me aconsejaba no comprometerme en una aventura demasiado difícil para mí. Comprendiendo mis dudas, Codina y. Sola me animaban. — Nada debe usted temer — me decían — siempre que se deje llevar de nuestras indicaciones. Gesticule usted poco, porque un exceso de ademanes perjudica a la expresión de las emociones. La intensidad está en la sobriedad. El verdadero secreto de los grandes artistas cinematográficos consiste en "inmovilizar" los gestos; o, más exactamente: en "sujetar" las expresiones, en "prolongarlas" el mayor tiempo posible. Al cabo, cedí: — Lo intentaré — repuse — a condición de que ustedes me permitan ser juez de > PÁGINA 83