Cinelandia (April 1929)

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G Orta Miguel Nuñez Cortina de ensalada fría. Ese es en ellas el precio de la gloria: jóvenes y frescas, permanecerán dentro del cine y en el afecto del público. Son ricas, y, si quisiesen, podrían hacer una vida regalada, con comidas abundantes, largas horas de diversión y luego de descanso. Pero las carnes se pondrían gruesas y toscas, el cutis volvería a arrugarse y la terrible “papada” desaparecida a fuerza de masajes y hielo, haría su reaparición. Y ¡adiós películas! —La carne es nuestro peor enemigo . . . —decía alegremente Lily Damita una tarde en un “party” de gentes del cine —. Todo lo que comemos nosotras, se nos vuelve Cares Y al decirlo se comía alegremente, pero escondiéndose de las miradas inquisidoras de Sam Goldwyn, su productor, un sabroso sandwich de pollo. Molly O'Dy, la estrellita joven de First: National, que Con su púrisima belleza campesina diera vida y color a algunas de las últimas cintas de Richard Barthelmess, debió retirarse de los talleres en vista de que su obesidad, cada día en aumento, impedíale ya aparecer ante el lente. De arriba para abajo: Ramón Novarro en el disfraz que tuvo que usar en París para escapar las multitudes que lo perseguían por todas partes. Molly O'Day a quien un exceso de carnes la priva del cine, y Ronald Colman, en su traje de jornalero, al que recurre para gozar de un poco de libertad personal. —Cuando Ud. pese 125 libras—le dijeron en el taller—tendrá nuevamente abiertas las puertas para seguir actuando con nosotros. Ni los ejercicios mi los métodos mecánicos han podido volver a hacer de Molly O'Day la muchachita sílfide que fuera hace cinco años. Y desesperada, tomó una resolución tan dolorosa casi como la de Bárbara La Marr. No hace dos meses, en un lujoso hospital de Los Angeles, la bellisima actriz, envidiada seguramente por las muchachas de todo el mundo, sufría una operación sangrienta: la de cortarle tejidos adiposos y de grasa de ambos lados de las caderas y de los muslos. Y lo peor del caso es que después de sanar de su operación dolorosa, esta desdichada joven ha vuelto a recuperar su obesidad. No cabe duda que para Molly el precio de la gloria ha sido terrible y en vano. AS obligaciones de la gente de cine, que para el que empieza significan fama y popularidad, hácense muchas veces insoportables para los que ya llevan años en los más altos puestos de la carrera. Hay, a propósito de esto, el caso trágico de Wallace Reid, aquel muchacho rubio, toda belleza y toda simpatía, que pasó por el cine como una figura clásica, dejando apenas el recuerdo de un cuerpo y un corazón iguales en perfección. La casa de “Wally” estaba siempre abierta para los amigos. Cuando el célebre actor regresaba de su taller, encontraba docenas de muchachos y muchachas que ya habían invadido su casa, que jugaban en su billar, que se bañaban en su piscina y que bebían en su regio comedor colonial. La esposa solía quejarse a él de estas invasiones. —Déjalos—le decía él—si vienen es porque me quieren. Además, esto nos hace más populares: mi casa es la casa más querida de Hollywood. La “invasión” continuó. Entre tanto la carrera cinesca de Wallace Reid había llegado al pináculo de su gloria. Trabajaba mucho, terriblemente, de la mañana a la noche, y llegaba a su hogar, obscuro ya, pintado aún con la pasta amarilla, deseoso de descansar. Desde lejos observaba con temor si las luces de su casa estaban apagadas. ¡Qué alegría entonces! No había extraños y podría dormir. Pero generalmente lo esperaban un grupo de “invitados”? que, sin tener (Va a la página 44) 11