Cinelandia (November 1930)

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aia que hubo la compañía, Julio se encaminó hacia el automóvil de Ricardo, uno de sus amigos mexicanos, también contratado y que había venido a esperarle. Habían convenido en que se lo prestaría, como tantas otras veces lo había hecho en los días de apuros, pues pretextó tener que efectuar una diligencia de sumo apremio. Ricardo, precisamente, tenía familiares en ésa, de modo que no le ofreció el menor inconveniente. —Pero ven a almorzar antes a casa—le objetó en el momento en que Julio se disponía ya a partir. No cabía la excusa. Era ya pasado el mediodía y por urgencia que tuviera no la debía aparentar hasta el punto de prescindir aún de los alimentos. Aceptó pues, ya que no le quedaba otro remedio. En casa de su amigo fué retenido todavía más tiempo del que pensara, pues se encontraban allí de visita otras personas, conocidas de él también, y no le fué posible desligarse de tal compromiso a trueque de pasar"por un grosero. Cuando por fin se vió solo en el carro, exhaló un suspiro de alivio. ¡Ya era hora de que le dejaran en paz con sus infortunios ! El automóvil corría vertiginosamente por las carreteras en pos de Hollywood, la ciudad de los ensueños y de las ilusiones, que desde hacía unos días se había convertido para él en el centro de todas sus pesadillas. Pensó en su casa y en su amigo; en medio de su aflicción su recuerdo se le presentaba como un oasis de calma se dante. —Es lo único que me queda—se dijo un tanto emo cionado. VIII pe ya bien entrada la noche cuando irrumpió en la ciudad. El boulevar estaba repleto de gente despreocupada y elegante. Los restaurants y cabarets vaciaban su bullicio y su música sobre las aceras. Todo contribuía a destacarla con esa apariencia fantástica y encantadora que tanta atracción ejerce sobre el extranjero. No obstante esto pasaba ahora inadvertido e indiferente a Reguera. En una exhalación se encontró en Franklin Avenue, frente a su casa. De un salto rápido descendió del carro. Palpó el llavín de la puerta en su bolsillo. Sin duda De la Rea aún no habría regresado del empleo, pensó. Acostumbraba llegar a eso de la una y era solo la media noche. Al abrir, una voz vino a herirle el oído con su tonalidad bemolada, melodiosa . . . . ¿Ella? ¡No era posible! Sin duda la obsesión de su mente... . Pero nó, ahora que se aproximaba a la sala, despacio para oir mejor, percibía claramente su voz y su risa. Esa risa que tan pocas veces consiguiera él arrancar de sus labios hieráticos. Le dió un vuelco el corazón . LS e O El vértigo se apoderaba de él, desvariaba, no cabía duda. Se apretó las sienes con las dos manos y siguió, como un sonámbulo, concentrados sus cinco sentidos en uno sólo: el oído. Atravesó el hall de puntillas y penetró al cuarto de vestir, contiguo a la salita en que estaban “ellos”. Ahora casi tenía la certeza de que la voz del “otro” era la de De la Rea, pero necesitaba aún convencerse, verlo, porque no quería creer en la sugestión de su mente enfermiza; desconfiaba de ésta en su necesidad de aferrarse a algo, y ese algo era la fé en una persona, en un amigo . . . . Trémulo de ansiedad y de zozobra se acercó a la puerta que comunicaba ambas habitaciones cuyos cristales tenuemente velados por los visillos de gasa pálida le permitirían ver con nitidez lo que ocurría en la alcoba contigua, iluminada plenamente. Ellos no podían verle agazapado como estaba en la obscuridad. “Temblando como un azogado se acercó. El sudor le bañaba angustiosamente la frente y latíale el corazón dentro 10 en la siguiente edición se publicarán los nombres de los vencedores en el concurso de artistas del pecho con furioso golpeteo. Miró al fin: —;¡ Era él Vaciló, estuvo próximo a caer. Se le doblaban las piernas. y todos los miembros se le desplomaron en un desfallecimiento de impotencia. No hubiera sabido definir lo que pasaba por él. Se sentía idiotizado, lleno de estupor. ¿Era posible? ¡El, un hombre corrido, engañado así, tan miserable. Mentes... : En un relámpago de clarividencia penetró hasta la médula su ridícula situación. A la ancha brecha de sus Pasiones vino a sumarse un nuevo y poderosísimo elemento de odio y rencor que, colmando la medida, determinó la crisis Suprema, Ese instinto criminal que todos llevamos en embrión, en el fondo de nuestro ser, fué agrandándose en él, hasta dominarlo, hasta poseerlo enteramente, como un íncubo. Sy conciencia se nubló y ya no fué sino el instrumento ciego y dócil de sus instintos. Tuvo la anticipación de la sangre al caer sobre la pareja, aterrada, como deben sentirla las fieras al saltar sobre su presa. A ella fué la que tuvo primero entre sus manos. Su par: ganta se le ofreció como un punto de atracción, único irresistible .... y apretó, apretó poco a poco, paulatina. mente, como si graduara sus fuerzas para prolongar el goce voluptuoso de su ensañamiento cruel. El rostro de ella se fué congestionando y sólo un ronquido estertóreo salía ya de su garganta. De pronto, su instinto alerta le avisó que su otra presa se le escapaba. Miró a su alrededor. De la Rea no estaba. ¡ Había huído el muy cobarde! ¡Ah, pero no se escaparía! Corrió hacia la ventana. Aún alcanzó a verlo como subía presuroso a su propio automóvil que se hallaba casi junto al que él había traído y que en su precipitación nerviosa de la llegada no había visto. Fué cosa de un momento el salir en su seguimiento. Empujó con brío los frenos, apretando el botón de partida y el carro lanzóse, trepidante, en pos del otro que doblaba ya al final de la avenida. qa noche se cernía obscura sobre los tortuosos senderos, casi salvajes, que rodeaban las montañas vecinas a Griffith Park. De la Rea guiaba su automóvil por aquellos caminos a una velocidad fantástica, rasgando la densa neblina nocturna como un raudo proyectil. Los reflectores del carro tendían delante de él, una larga estela luminosa que le permitía an ticipar las incidencias del camino, casi desconocido para tl. La fiebre le batía sordamente la cabeza, y las ideas, girando en loco torbellino, luchaban desordenadamente, presentándole ante sí, imágenes pavorosas, dilatadas por la exaltación de su cerebro. : De entre la masa confusa y torpe un sólo pensamiento destacaba con lucidez obsesionante: huir, huir lejos de la cólera de Reguera. No temía a las consecuencias de ésta, no. El no le tenía miedo a la muerte; no lo había tenido nunca. Lo que sí temía pavorosamente, con un terror Cerva que le sobrecogia el ánimo, era encontrarse cara a cara Con él: su protector, su hermano casi. ¡No, eso nó! No podía soportarlo como tampoco podía tolerar enfrentarse con su propia conciencia que le martirizaba de un modo atroz Con su candente acusación. Era algo horroroso que le trastornaba el juicio. ES Como todos los débiles de carácter, su situación anorma le producía un desequilibrio absoluto que se traducía en un estado de pusilanimidad moral verdaderamente ma Desde que su conciencia, despertada bruscamente a la realida midiera en toda su magnitud lo grave de su falta y lo inicu0 (va a la página 42)