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ía exagerado decir que se establecieron figuras COn caracteres definitivos, favoritos cuyo sólo nombre pueda constituir en adelante una atracción comercial suficiente para prestigiar cualquier película.
No hay que olvidar que el público se sintió atraído especialmente por las cintas que llevaban en sus repartos los nombres ya célebres de Ramón Novarro, Lupe Vélez, Antonio Moreno y José Mojica, y que eso indica hasta qué punto el público prefiere a los favoritos netamente “cinescos” en vez de los artistas de todo otro origen. Pero, fuera de esos nombres y de los de Gilbert Roland, Don Alvarado, Barry Norton y Raquel Torres, ya populares con anterioridad a las películas en español, hay algunos nombres más que deben su consagración única y exclusivamente a sus condiciones personales para la pantalla, elementos en absoluto desconocidos hasta el día anterior a la iniciación de la “era hispana,” pero cuyas propias personalidades les hicieron destacarse muy pronto, siendo hoy sus nombres suficientemente queridos entre la masa del público de nuestros países.
De los antiguos astros es indudable que Ramón Novarro, a pesar de haber hecho una sóla cinta en español—“Sevilla de mis amores” —fué quien ganó el mejor sitio _justicieramente por su labor de director y de intérprete. Antonio Moreno que se destacó al comienzo, apagose en los últimos meses debido al error de los productores al querer hacer de él un galán joven cuando su “tipo sobrio era para conquistarle triunfos en roles de hombre maduro; Lupe Vélez nos dió una “Resurrección” maestra de emoción y de verdad; y Mojica una media docena de cintas hechas un poco a la carrera, de tema y música vulgar, pero suficientes para destacar la personalidad extraordinaria de este actor-cantante que, mejor dirigido, llegará a ser un favorito que arrastre multitudes. Don Alvarado y Raquel Torres desaparecieron después del poco afortunado ensayo en una cinta junto a Buster Keaton; a Gilbert Roland le faltaron ocasiones apropiadas, y en cuanto a Barry Norton fué retrocediendo en vez de progresar, quizás por colocársele en papeles dulzones y sin nervio. De entre los nuevos debemos recordar a Juan de Landa, actor de carácter sin experiencia teatral previa, pero que demostró en la pantalla una personalidad definitiva, en bruto, por así decirlo, y que sin valerse de cánones de buena dicción, sin figura, e interpretando personajes ásperos y casi desagradables, se convirtió en un favorito por la sola fuerza de su personalidad.
También debe recordarse justicieramente a Ramón Pereda, que se hizo de prestigio como actor sobrio, quizás uno de los pocos astros de distinción de maneras dentro de la pantalla hispana; a María Alba, que supliendo con belleza sus imperfecciones de principiante, fué progresando hasta convertirse en actriz de comedia cinematográfica; a Rafael Rivelles, el “Lewis Stone” de nuestro incipiente cine; a Conchita Montenegro que ha sabido ya hacerse un nombre por reunir toda la materia prima de la cual se forman las estrellas de la pantalla; a Tito Davison cuya labor en “El presidio” será recordada como uno de los más grandes triunfos del comienzo; a Lupita Tovar, sodria y dulce como las muchachas de toda América hispana; a María Ladrón de Guevara, cuyas últimas escenas en “La mujer X” son suficientes para consagrar a una actriz dramática; a José Crespo que nos dió media docena de interpretaciones de distinto tipo, esforzándose por producir una personalidad multiforme e interesante y a Juan Torena, que hizo esfuerzos indudables Y Superiores a su tipo para darnos galanes
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