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za, paseando ansiosamente su vista desde la cara del asistente a aquellas hojas de papel, que sabe muy bien son las listas de los llamados. El asistente recapacita un instante. Aquel muchacho es justamente de la edad y el tipo de los extras para el baile que le pide un director; él sabe que tiene buena ropa, pues la semana anterior le pidió una entrevista para explicarle que había gastado sus economías en un nuevo frac, para conseguir mejores trabajos. Duda un instante. ¿Lo pondrá en la lista? Pero en seguida recapacita. Le quedan en el bolsillo cinco o seis recomendados y hay ya sólo un sitio que llenar. Casi todos podrían ser eliminados, pero hay uno más “importante.” No sabe quién es, ni qué tipo tiene, ni si su frac es viejo y raído, pero le ha sido recomendado por un asistente director, y ese asistente director es sobrino de uno de los jefes del estudio. Ya no duda: escribe el nombre en la lista mientras mueve negativamente la cabeza al postulante de la ventanilla que, por un momento, ha creído que se le llamaría.
Es el caso de cada momento. Hay extras que intentan, por todos los medios posibles, fomentar amistad con los encargados de repartos. Pero éstos están en guardia. A la salida del estudio encuentran caras amigas que les saludan con exagerada amabilidad; reciben invitaciones masculinas y femeninas para ir al cine; en los días de Pascua les llegan regalos que, por orden del estudio, deben devolver. Pero entre tanto, mientras algunos luchan para conseguir amistades que les den trabajo, otros que ni siquiera han pensado en trabajar de extras, hácense amigos casualmente al asistir juntos a la misma fiesta, o al arrendar habitaciones vecinas en una casa de pensión.
Es raro que un desconocido pueda surgir rápidamente. Casi siempre tiene que romper ese hielo, hacerse de amigos que lo recomienden y de conocidos que se interesen por darle trabajo. Será el primer paso, con el que asegurará dos cosas: el diario “puchero” y la entrada al estudio, donde paseará su figura por todas partes, tratando de hacerla familiar a los asistentes y a los directores. Pero se necesita mucho tiempo para llegar a “interesar.” Parece como si fuese necesario ir grabando durante días, semanas y años en la memoria de los encargados de los repartos, las facciones del postulante, hasta conseguir un día atraer su atención definitiva. Es muy común el caso de extras que durante dos y tres años han ido diariamente, por sistema, al mismo estudio, y que sólo al cabo de ese tiempo oyen el ansiado llamado para probarles para un papel de cierta importancia.
—Me he venido fijando en usted—se le dice—y quisiera probarle.
El público no sabe todo eso. Cree en el surgimiento espontáneo y definitivo. Vé a un William Boyd hecho estrella por obra y gracia de “El botero del Volga” y supone que el día anterior Boyd paseó por primera vez su cara de muchachote rubio por los estudios y atrajo en el acto la atención de Cecil B. de Mille. Pero ignora que pasó aquel los siete años de dura vida como comparsa, y que de Mille le conocía hacía años
y debido a su amistad conseguía trabajo
entre las muchedumbres. El gran director no había pensado jamás, probablemente, que en ese hombre había un astro en gestación. Pero un buen día el director estuvo diez minutos sentado, sin hacer nada, en un rincón del set, y Boyd se le acercó y le dernostró, con el ahinco del que vende su porvenir, que era capaz de grandes cosas y le convenció de que le hiciese una prueba fotográfica. Si algún jefe superior hubiese llamado en aquel momento a de Mille o algún
CINELANDIA, MAYO, 1932
astro se hubiese acercado a charlar de co. sas banales, William Boyd no habría termi
nado su alegato de defensa propia y segui
ría siendo, a lo mejor, un humilde extra.
Clark Gable vagó muchos meses por los estudios en demanda de alguna Ocasión, De nada le valía su experiencia teatral. En los mismos estudios en que es hoy día astro máximo y donde todos le saludan con la sonrisa que se da en Hollywood a los que ganan miles de dólares semanales, trabajó varias veces de extra y nadie se fijó en él. Y más aún: en otro estudio, donde se presentó para un papel de soldado, le rechazaron encontrándole insuficiente aspecto vyaronil. No ganó ese día los siete dólares y medio que tanto necesitaba para comer, pero dos años después la misma empresa quiso arrendarle por cinco mil dólares semanales para un papel en el cual era necesario emplear un tipo “tan varonil como el de Clark Gable” .
Por los estudios vagó mucho tiempo una muchachita a quien todos querían por la dulzura de su expresión, y, quizás también, porque de tanto ver una fisonomía llega a hacérsenos simpática. Eran incontables los años que esa muchacha trabajaba de extra. Los porteros ya no la detenían y todos los directores y los asistentes la saludaban con la familiaridad con que se ve a aquellas personas que han crecido en el ambiente. Pero nadie pensaba que sirviese para mucho, Cuando se necesitaba una empleadita, aque
lla muchacha era la llamada para hacer el :
papel. No hace muchas semanas hizo, por última vez, el “rol” de una sirviente en “El fantasma de París,” de John Gilbert. Algunos días después, la misma muchacha, que habría asistido en su vida hollywoodense a cientos de “parties,” fué a una fiesta más y conoció allí al productor Howard Hughes. O mejor dicho, habló con él. Le conocía ya, pero jamás habían charlado solos. Hughes se interesó por la personalidad de la muchacha y la llamó a su estudio, haciéndosele la ansiada prueba fotográfica. Una semana después la extra de ayer era la estrella Ann Dvorak, protagonista de la cinta “Demonios del cielo,” y de quien tanto Artistas Unidos como Warner Brothers, donde ha trabajado arrendada, dicen ser la figura de mayor potencia artística que saldrá durante el año 1932. Su próxima película será una nueva edición sonora de “Sadie Thompson,” dirigida por Lewis Milestone; el mismo tema que Gloria Swanson hiciera en la era silenciosa. Y cuando el público la vea, pensará solamente en la suerte de esa muchacha, desconocida ayer y famosa hoy. Porque quizás ni la misma Ann Dvorak quiera recordar jamás los muchos y obscuros años de humilde extra.
Años de miserias pasó Charles Farrell antes de llegar a la fama. Cuando, en 1923 se filmaban “Los diez mandamientos” en las llanuras arenosas de Guadalupe, un muchachito de buena figura era el encargado de hacer señales a las cámaras colocadas a larga distancia. Allí estaban de Mille, el mago, y muchos otros directores. Nadie hubiese osado fijarse y dar un papel a aquel humilde muchacho. Pero nadie se sorprendió tampoco cuando cuatro años después el director Frank Borzage se decidió a probar a ese chiquillo a quien tantas veces había usado como extra, e hizo de él el inolvidable astro de “El séptimo cielo.”
Son los mismos, y son otros. Los años conviviendo la vida cinesca, los va separando, sin que siquiera puedan notarlo, para triunfar cuando se les llame para el ensayo definitivo. Y tienen que sufrir la prueba del fuego de años de miserias y de esperanzas que sólo algunas veces se cumplen.