Cinelandia (July 1934)

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42 CINELANDIA, JULIO, 1934. Leo Carrillo enseña a Wallace Beery, su general, en esta escena de “Viva Villa,” el mutuo enemigo, el general federal Sierra, y que éste ya no necesita a seis pies bajo tierra. traron a actuar en el cine sonoro en inglés cuando la pantalla volvióse parlante. Pero estos últimos contaron con un elemento que no tuvo la producción en castellano: directores. Adviértase que no estamos hablando de genios directoriales ni de superioridades; pero estamos ciertos también de que el más genial director norteamericano no podría poner en una película en español el sabor racial que pondría un novicio de los nuestros. Las películas en nuestro idioma, filmadas en Hollywood con directores norteamericanos son, a pesar de la perfección técnica y material alcanzada, como esos guisos nuestros hechos fuera de nuestra tierra con recetas “de libro”, o como el tango que con tanto fervor como inexpresividad baila el muchacho norteamericano en un cabaret de una de sus ciudades. Allí están, en el guiso o en la danza, los condimentos originales. Pero ni uno ni otra tienen gusto a nada... Carecen de expresión La producción cinematográfica no consiste solamente en congregar buenos elementos técnicos o artísticos. Es necesario algo más y ese algo es el sabor y la idiosincracia de cada personaje, de cada frase y de cada momento. Y eso falta en absoluto en la producción en castellano en general, enviada a nuestros países y en la cual personajes, escasos además de las condiciones físicas que hemos. admirado en el genuino cine norteamericano, hablan y actúan en nuestro ble de todo el problema. idioma pero sin la intensidad, la expresión, el calor o la simplicidad con que estamos acostumbrados a oirlo. Han habido más películas que parecían lecciones de idioma de una academia de lenguas, que posible reproducción de la vida y las costumbres, tal como nosotros entendemos aquella y realizamos éstas. Porque no hay que olvidar que el público que asiste al teatro o al cine—vea asuntos nacionales o ambientes exóticos—tiene que comprender la psicología y la idiosincracia de los personajes, espiritualmente traducidos por el autor, para que la obra le satisfaga. Y eso no existió sino con raras excepciones, en la producción en castellano que adoleció siempre de ser pensada y escrita, como esos Baedecker en que para pedir un vaso de leche hay que decir ceremoniosamente: “¿Podría usted decirme en dónde puedo beber un vaso de leche de vaca... .?” Las circunstancias fueron el único culpaNo era posible ha cer improvisadamente nada mejor. Había que utilizar directores norteamericanos por absoluta escasez de gentes nuestras con suficiente experiencia técnica y con amplia autoridad disciplinaria para tomar las riendas de una producción. Y las pocas excepciones no eran suficientes, naturalmente, para cubrir las actividades que todos los estudios desarrollaban al mismo tiempo. La gente de teatro y los aficionados, apilados en los sets, sin conocer el idioma, sin saber mucho sobre los secretos de la actuación técnica y encerrándose como todo ser humano que se siente oprimido por el am par de botas que pertenecían a su biente, en un orgullo secular de genios indiscutibles, vióse manejada y dirigida por directores que llegaban al set hablando en voz alta—en inglés, por cierto—que se hacían traducir sus instrucciones por intérpretes de muy relativa preparación y que mantenían, entre aquellos y la silla directorial, un vacío que jamás fué cruzado. Antes de cada escena el actor, al oir hablar al director, preguntaba casi por obligación: —¿Qué dice ese . . .? Y el intérprete traducía rápidamente antes de que su traducción—mucho más larga siempre que la frase original en inglés— fuese cortada de raíz por un potente grito de silencio del asistente, constante vigilante del ahorro de minutos y segundos en el set. Y la escena se filmaba lo mejor posible. “» Adiós. señores y señoritas!” b > Al finalizar la película, el director despedíase de los artistas con un amable palmoteo, como esos doctores a quienes odiamos cuando niños y que se van de casa después de habernos quitado la fiebre con una dosis de aceite. Y se iban dando, como un gran adelanto en sus conocimientos, un “¡adiós!” afectuoso, que era lo único que a través de varias semanas de labor en conjunto habían logrado penetrar en nuestra idiosincracia y en nuestras costumbres. Y por eso es que las películas resultaban híbridas, como mercadería realizada por elementos extraños, i8norantes de la forma de satisfacer los gustos -del público a quien la destinaban. = A pesar de ello, seguimos creyendo que 7] e