Cinelandia (October 1934)

Record Details:

Something wrong or inaccurate about this page? Let us Know!

Thanks for helping us continually improve the quality of the Lantern search engine for all of our users! We have millions of scanned pages, so user reports are incredibly helpful for us to identify places where we can improve and update the metadata.

Please describe the issue below, and click "Submit" to send your comments to our team! If you'd prefer, you can also send us an email to mhdl@commarts.wisc.edu with your comments.




We use Optical Character Recognition (OCR) during our scanning and processing workflow to make the content of each page searchable. You can view the automatically generated text below as well as copy and paste individual pieces of text to quote in your own work.

Text recognition is never 100% accurate. Many parts of the scanned page may not be reflected in the OCR text output, including: images, page layout, certain fonts or handwriting.

42 En los últimos años, el número de películas más o menos en oposición con los principios de moral universalmente admitidos, son tantas casi como antes. Se han filmado innumerables películas policiales, se ha explotado con atrevido descaro la morbosidad de los temas criminales, se ha glorificado con disimulo mal fraguado la vida de bandoleros de la talla de Al Capone, y el cinema ha descubierto ante los ojos de las masas, temas malsanos que indudablemente no pueden tender sino al desquicie moral del espectador. El hecho de que un criminal perezca trágicamente no sólo es un gracioso remedio escapado de mentes infantiles para el influjo moral de sus crímenes, sino que es la glorificación natural de un tipo que se presenta con caracteres atrayentes, que se describe en escenas muchas veces simpáticas. No, la tragedia final no compone nada. Es esencial para que el espectador concluya el proceso admirativo que desarrolla en su mente. Como Napoleón en Santa Elena, como César en el congreso romano, el criminal concluye trágicamente el rosario de sus hazañas sangrientas, y así no se lleva a la tumba el odio sino la compasión del público, como “Little Cesar” exhala el último aliento sonriendo con denuedo a sus enemigos los defensores del orden público. En cuanto a la exhibición de la belleza femenina desprovista de todo atavío innecesario, causa esta de muchas protestas, la única y suprema razón que oponer es la eterna filosofía del arte por el arte. A modo de excusa se añade la poca disposición imaginativa del pueblo yanqui. Después de todo, el cinema es una manufactura yanqui. Y para muchos millones de norteamericanos todavía mo pervertidos por el ritmo apresurado de los tiempos, la admiración de la belleza física no entraña degradación moral de ninguna especie. Lo bello no puede nunca someterse a leyes. No puede medirse por standards ordinarios. Desgraciadamente se abusa del desnudo y no con intenciones artísticas sino con intenciones simplemente comerciales. El Sumo Pontífice Romano, que ha dado al Cardenal Dougherty amplias facultades para representarlo en la campaña contra el cine amoral, es el primero que venera y conserva en las salas del Vaticano la más bella colección de desnudos que ha producido el arte plástico, Cecil B. de Mille ha hecho para la prensa la siguiente declaración, que es lógica: “Todo tema, por peligroso que sea, cuando está hecho artísticamente, es tolerable. La vulgaridad grosera que predomina en el cinema, predomina también en la literatura y en el teatro. Ciertamente que me complace la iniciación de una campaña para purificar el cine de la inmoralidad y la grosería. Es posible que la industria del celuloide sufra graves pérdidas a consecuencia; pero no tiene remedio. Lo que clericales y moralistas han hecho, es simplemente apresurar la protesta del público. Una protesta que tarde o temprano tenía que sobrevenir.” Hollywood, en general, ha acusado a los productores de ser los causantes de la situación por su excesiva laxitud en considerar la responsabilidad moral del fabricante de films. Como en la tragedia del Paraíso Terrenal, las inculpaciones son mutuas. Los moralistas se conjuran contra Hollywood. Hollywood acusa a los productores. Y los productores acusan al público . . . Al público que paga por ver sus películas. Al público del cual no son dictadores sino esclavos. Esta aserción tiene un fondo de verdad. Su corolario lógico es que no basta con re —¡Que buena cocinera eres, Lottiel—exclama Joe E. Brown en esta escena del film “Six day bike rider” de Warners. Pero Lottie Williams sabe que no es dificil hacer pasteles de cualquier clase si se emplea un buen polvo de hornear. CINELANDIA, OCTUBRE, 1934 formar a las películas, sino que es preciso reformar a los espectadores, porque si ellos rechazan un cine moralista, el que probable* mente encontrarán insulso, esta campaña ter| minará por fracasar. Pero en justicia debemos admitir que una de las razones por la cual las iras de los espíritus belicosamente defensores de la puridad cinemática se han concentrado sobre los estudios de cine, es porque los productores mantienen una teoría inadmisible. Se ponen en parangón con el comerciante que trafica en mercancías sin valor intelectual y moral. No es posible tragarse ese sofisma sin paralelo, que en Hollywood tiene fuerza de verdad: “Los comerciantes venden al público lo que el público quiere. Los productores de cine ni son defensores de la estética ni de la ética. Son simplemente comerciantes en celuloide. — Si el público lo quiere malo, ellos tienen incluso la obligación de satisfacerlo.” : Si es esto verdad, no cometería infracción legal el que vende opio a los opiomanos, con tal de que el opio sea de buena calidad. Los aspectos del negocio Desde la era clásica hasta nuestros días, todo negocio que está intimamente relacionado con el arte, la cultura, la moral, etc., etc., tiene dos aspectos importantísimos. Su aspecto sociológico es no menos decisivo. El librero, el periodista, el empresario teatral, el productor cinematográfico, deben regular sus actividades mercantiles por un sincero deseo de mejorar el standard moral, intelectual y cultural en general de las masas. Si la codicia pecuniaria los hace olvidar la resvonsabilidad de su rol social, esos señores caen bajo la jurisdicción de la justicia por contribuir a la disgregación de la sociedad. A Así pues, la frase “El público gusta de la inmoralidad y nosotros tenemos que satisfacer al público,” es una frase de valor relativo que puede muy bien ocultar un principio falso y destructivo. Y como ha afirmado más de un factor importante en el mundo cinematográfico: “Los productores deben convencerse una vez por todas, de que toda producción que contribuye a educar moral e intelectualmente al público no lleva en sí, por esta razón, sello alguno de anticomercialidad. Y al contrario, contribuye a cimentar una prosperidad cinematográfica duradera y sólida. En cambio, películas francamente reñidas con las exigencias morales de las mayorías serias, aunque dejen accidentalmente grandes fortunas en las taquillas, es infinitamente mayor el descrédito y daño que causan a la larga a la reputación, incluso artística de Hollywood, en que se apoya la industria del cine.” Sin embargo, de parte de los moralistas coaligados, existe un peligro que cierne sobre la ciudad del celuloide sus nubes abigarradas. Se trata de la actitude exagerada que fácilmente asúmen los elementos puritanos que han iniciado la campaña. Una gran parte del público independiente que hoy milita con ellos, lo hace porque cree que ha ha| bido extralimitación, pero no comulga con ( la creación de leyes adustas que encierren dentro de estrecho círculo las facultades de los productores, que preconicen un cine sin humanismo, sin realidad sangrante, un cine que lleva como inscripción fundamental: “Impropio para adultos.” Es preciso que la reforma del cine la regulen elementos que simpatizan con él, no elementos que disimuladamente adjuran de él. La sucesión de disputas se avecina con promesas abundantes. Si existe en el mundo una babilonia intelectual, de ideas y tendencias, esta es Hollywood. Eddie Cantor, actor cómico que no se caracteriza por su puritanismo, admite: “que