Cinelandia (December 1936)

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crata. Una de las cosas más difíciles je enseñarles son las arrancadas súbitas, las paradas repentinas, las vueltas rápilas, que son parte integral de la labor de un potro de polo. Hay que enseñarles y recibir golpes, primero contra vallas emiflexibles y forradas de colchones, más tarde contra otros potros, para que s den cuenta que tienen que protegerse contra porrazos y que, después de todo, no lastiman. . . . mucho. Otra cosa a que tienen que acostumbrarse es al mallet, que al principio los espanta muho y más si reciben con él un golpe en los flancos o en las patas, y a la preencia de la bola que a menudo choca contra sus cascos. —Un buen potro de polo tiene que tener valor innato. Se le enseña a correr no importa contra que obstáculo, muchas veces un grupo de caballos y jinetes, y mallets en perfecta confusión. El potro jue no obedece las órdenes de su amo en stas circunstancias, es abandonado cono inútil y pocos son los que llegan a lemostrar condiciones de primer orden. Es claro que, como en toda otra cosa, hay grados de excelencia y los potros no son excepciones. El precio de un buen dotro varía desde los $20,000 que son xxcepciones contadas, hasta los $2,500 jue es el precio corriente por un buen ULT O. Con estas palabras me deja el astro oloista. Su potro, contento de entrar n acción y tomar parte en la práctica ue está a empezar, arranca de su sitio tomo bala salida de un cañón. Una vez nm el campo, persiguiendo la bola eluiva, contento del jinete que lleva al omo, un jugador de primera, el potro hanso de hace un momento es ahora una la de dinamita, un polo pony de alta ategoría y orgulloso de serlo. * * * * * ¡Hoy me siento con ganas de escribir cerca de una vieja, pero de una vieja élebre, producto de esta vida fantástica ue llamamos civilizada, y que tiene que ler con sistemas monetarios, acciones y juegos de bolsa, leyes y legisladores y otras mil invenciones humanas para hater la vida más compleja y enervante. Esta vieja ya no existe. Murió hace einte años y acaba de seguirla a la lumba su único hijo, un hombre de edad ya madura, cuya muerte saca a relucir e nuevo la vida excéntrica de esta muer excepcional en un país donde lo exAtepcional es cosa común y corriente. Hetty Green, que así se llamaba esta mujer, dejó a su muerte una fortuna estimada en ochenta millones de dólares, que son un puñado de dólares en cualquier parte. Pero lo más sorprendente le esta mujer es que todo ese dinero fué ldquirido por ella misma en batalla consante con elementos poderosos, hombres sin escrúpulos en las altas esferas del apitalismo, y nunca fué derrotada. Hetty fué una joven de familia rica, uya vida ordenada y metódica podía aber sido como la de otras tantas jóenes de su clase que se dedican a bustar marido de su propia esfera social y se dan a la vida fácil de la alta sociedad, sin más problemas que divertirse y leantar una familia que perpetue su nombre y su fortuna. Sus comienzos fueron bien simples. Se casó con un joven de buena sociedad y heredero de una fortuna de medio millión de dólares. Ella tenía una fortuna propia, de un millón, pero ya se vislumbraba la verdadera personalidad de Hetty cuando demandó antes de casarse, un contrato en que estipulaba que su marido debía cuidar enteramente de ella y de sus futuros hijos, sin que ella tuviera que gastar de su dinero. Una joven desposada que piensa de este modo es ciertamente de madera excepcional y nos da una idea de lo que llegará a ser después. Poco después del nacimiento de su segundo vástago, el señor Green perdió su fortuna entera en especulaciones de Bolsa. Esto indignó sobremanera a Hetty, quien no podía tolerar a ninguna persona que perdiera dinero y abandanó a su marido yéndose a vivir a Hoboken, un barrio de Nueva Jersey, donde alquiló un piso de renta modesta a pesar de que su gran fortuna estaba intacta. El marido vivió pobre y solitario por muchos años, con una pequeña mensualidad que su esposa le dió hasta su muerte. Fué en esta era cuando Hetty comenzó su vida comercial, especulando en acciones e hipotecas con una habilidad y astucia tal, que muy pronto llegó a adquirir fama entre los corredores y bolsistas de la gran metrópolis. Y a medida que su fortuna aumentaba, Hetty se volvía una avara de primer orden, y sus curiosas economías eran objeto de comentario en los círculos financieros de todo el mundo. Cuando su hijo Eduardo tenía once años, recibió una fractura de la rodilla y aunque Hetty tenía entonces una fortuna de varios millones de dólares, prefirió tratar de curarlo ella misma con remedios caseros, que llevarlo a un cirujano, donde el chico hubiera sido curado. La consecuencia fué que Eduardo quedó toda su vida un cojo por culpa de su madre que quizo ahorrar unos cuantos dólares. En toda su vida comercial, que duró hasta poco antes de su muerte, a los setenta y pico de años, Hetty nunca tuvo una oficina para sus negocios. . . . para ahorrar la renta. Con mucho descaro le pidió al banco donde ella guardaba mucho de su dinero, que le diera un espacio con un escritorio donde ella pudiera guardar sus papeles y no se atrevieron a negárselo por no perder su cuenta. Muchas veces se traía al banco un pedazo de pan y una cebolla y eso constituía su almuerzo, ya que no podía soportar la idea de gastar una peseta que le costaría comer en un restaurant de los más modestos del barrio financiero. Más de una vez se invitaba ella a las sobras que quedaban de las meriendas que los banqueros se hacían traer a sus oficinas. Su noción de ser caritativa se limitaba a hacer préstamos a las iglesias al dos por ciento, pero nunca se olvidaba de reclamar la suma prestada así que se venciera. Una vez un ministro que tenía que pagarle una hipoteca de $50,000 dólares, le dijo “que no iría al cielo si insistía en que se le pagara dentro del plazo señalado”, a lo que contestó Hetty: —Entonces mejor que suba al púlpito y empiece a rezar por mi alma, pues si no me paga dentro de treinta días lo demando ante la corte. Toda su vida vistió un traje negro de lana y capa y sombrero del mismo color negro, de una apariencia sucia y miserable que al verla se la podía considerar una pordiosera y no la dueña de inmensa fortuna. Tan mala era su apariencia personal, que las dueñas de las casas de huéspedes donde solía alojarse, no la permitían comer en el comedor con los otros huéspedes, haciéndola comer en la cocina con los criados. Por esto ella demandaba y conseguía alojamiento más barato que los demás. Vivía en Hoboken, en el estado de New Jersey, al otro lado del río Hudson, porque las rentas y las contribuciones eran más bajas que en la metrópoli de Nueva York, atravesando el río diariamente en pos de nuevas riquezas. Para no tener que pagar rentas excesivas, daba siempre un nombre ficticio, y poco: pensaban las patronas y posaderos que su huéspeda era una de las mujeres:más ricas del mundo. Tanto su hija mayor como su hijo desconocían el valor de sus riquezas y sólo fué en su mayoría de edad que supieron lo rica que era su madre. Pero de nada les servía, ya que ella los tenía en completo dominio. La única vez que Hetty Green derrochó plata fué cuando presentó su hija ante la sociedad, dando un banquete en uno de los mejores hoteles de la ciudad. Su idea era, probablemente que el tal banquete sería una buena inversión, ya que le convenía deshacerse de los gastos que su hija le ocasionaba buscándole un marido pudiente. Pero así que dió el banquete, se mudó de nuevo a su pisito miserable. A su muerte en 1916, Hetty Green dejó un testamento que revela ahora, a la muerte de su hijo, una idea fija por parte de ella, de manejar su inmensa fortuna desde la tumba. Es decir, que de los ochenta millones que Eduardo Green dejara, todo va a manos de su hermana, dejando sólo una suma insignificante a su propia esposa. Esto demuestra claramente que la vieja Hetty Green no quiere que la fortuna se divida para que siga siendo parte de la familia Green, y quizá el testamento contenga cláusulas que prohiban el manejo total por ningún miembro. Aunque hay. que notar que un año después de la muerte de su madre Eduardo se casó con su prometida que había estado esperándolo por quince (va a la página 57) 47