Cinelandia (January 1937)

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W. E FIELDS Por Navarrete El astro de las narices homéricas posee probablemente la biografía más entretenida en Hollywood. Pero él, Mr. W. C. Fields, favorito incomparable de los aficionados a las variedades, hubiera preferido no tenerla. Y he aquí un declarado enemigo del pasado. Pasó muchas jornadas de hambre, fatigas, dolores, pesadumbres y sufrió las peripecias y sinsabores que son parte del genio en embrión que depende de sus propias fuerzas para abrirse paso en las tablas. Todos los hobos o mendigos ambulantes de Norteamérica reconocen en Mr. Fields el carácter más fiel, “lo mejor de la especie”. El, con sus sonrisas histriónicas, su vozarrón de contramaestre y su traje que es algo así como la sublimación de sus ideales primitivos, ha hecho de su estirpe un noble sillar de la organización social. Porque en efecto, después que vino al mundo el héroe de “Poppy”, ¿quién se atrevería a negar que podemos esperar mucho de los individuos harapientos que recorren los caminos de Norteamérica sableando al primero que se descuida? Mr. Fields ha hablado siempre de su pasado de actor ambulante con la sonrisa en los labios, con el mismo orgullo con que hablaría de sus hazañas Maese Francois Villon. Y es que Mr. Fields es filósofo. Hubiera preferido abolir los anales de su iniciación, hubiera preferido haber venido al mundo en finísimas holandas, rodeado de servidumbre y de honores, pero .... “a mal que no tiene remedio ponerle buena cara.” Por lo demás se duda si fué o no brillante la contribución de sus primeros años y experiencias al éxito tremendo que más tarde obtuvo. El mismo se ha preguntado con frecuencia si sus gestos apocalípticos, su entonación formidable y su truhana bufonería son algo así como la sublimación de sus largos días de mal humor, de enemistad con todo humano y melancolía aplastante. Siempre se ha dicho: “La infancia triste produce artistas” en este caso se limitó a producir payasos. Porque en la ciudad donde todos nos hablan de su pasado proletario para realzar mejor el presente glorióso, Fields es uno de los pocos que consta, sin ápice alguno de dudas, que conoció el hambre, la miseria y, como él mismo dice, con harta frecuencia los puntapiés irreverentes de aquel eterno enemigo del actor pobre: el patrón de una casa de huéspedes. — ¡Ah! — exclama Mr. Fields — Cuando yo era pobre, me decía a menudo: si algún día llego a tenerlo, me gastaré todo mi dinero en destruir a estos desgraciados hosteleros. Alguien le preguntó al oído: —¿Los ha perseguido usted? El contestó echando chispas: —¿Yo? .... ¿Qué sería de los actores pobres si no existieran esos hosteleros? En otra ocasión el gran intérprete bufo refirió cómo, cuando todavía no era el esplendente ciudadano que es hoy, era No hay nada más expresivo que la voluminosidad excesiva del gran clown hollywoodense ... un títere cualquiera, obligado a vagar de pueblo en pueblo en busca del cotidiano alimento; tenía días en que el hambre se opoderaba de él en tal forma, que al ver pasar un automóvil suspiraba: —¡Ah! — se decía — Si de ese automóvil cayera un paquete de fiambre y un billete de cinco dólares, ¡qué hermoso sería el mundo, qué feliz me sentiría, cuánto amaría a mis semejantes! Y en uno de esos arranques emocionales concibió un proyecto formidable: —Cuando sea rico, — porque Mr. Fields era uno de esos pobres diablos que sueñan con ser dueños del mundo — me daré el gusto de salir por los caminos repartiendo cajas de fiambre con billetes de cinco dólares. ¡Qué gustazo voy a darle a tanto pobre desgraciado cuando menos se lo esperen. ...! Alguien le preguntó al oído: —¿Lo hizo usted? —NO . . . . Los mandé al diablo — contesta él. Pero a pesar de su bufonería incontrovertible, de sus malos hábitos y escasas virtudes, el héroe sonriente de “Poppy” es uno de los habitantes de Hollywood que gozan de la simpatía universal. Y es que Fields ha logrado hacer de la vida algo sin importancia, algo risible, breve, fácil y esta clase de individuos son médicos mentales de gran recurso en nuestros días de hiperestesia general. Lo triste y tal vez trágico es que W. C. Fields es el caso del payaso que a fuerza de llevar el gorro cónico y las narices puntiagudas, ha llegado a ser uno con sus propios implementos. Sus narices han crecido, en frase de él, “como si el público se hubiera pasado la vida tirando de ellas para reirse mejor.” Aquel bastón burlesco que perpetuó al través de treinta años de cuidados, es hoy una especie de compañero invisible que le sigue dondequiera. Fields ha asimilado definitivamente mucho de la grandilocuencia de sus personajes. Y tal vez ello ha hecho de él uno de los pocos seres reales en la ciudad de la ficción. No hay nada más expresivo que la voluminosidad excesiva del gran clown hollywoodense. Fields logra obtener, con poco esfuerzo, grandes resultados, basándose en la exhibición imparcial de sus lamentables características físicas. El cine fué para él al principio una sucesión de disgustos. —Llegaba al set — dice — y al enfrentarme a la cámara para ejecutar la pantomina del bastón o la del taco de billar, creaciones mías que había perfecciónado durante media vida de variedades, le preguntaba al director si le parecía bien. “No, Fields,” me contestaba él. invariablemente — “eso está muy bien en el teatro, pero en el cine esas cosas no fotografían.” Y con la cantaleta de “no fotografían”, me dejaban aplastado. Alguien le preguntó al oído: —¿Se resignó usted a obedecer? —¿Yo? . De ningún modo. Me limité a ejecutar mis pantomimas sin preguntar. Entonces el director se venía a mi y me abrazaba. No podía pedirse O Tal es la figura brillante de uno de los patricios del cine, uno de los más queridos ciudadanos de Cinelandia. Alguien lo llamó un día “uno de los más sólidos pilares en la organización social del cinematógrafo.” W. C. Fields se volvió sorprendido y, evocando su juventud de actor de mala muerte, interpuso: : —No, mi querido amigo, nada más qu un hombre con mucha suerte .... Es probable que estuviera pensando en el magnífico salario que recibe semanalmente y que le permite hoy vivir en una afluencia tal, que nunca pudo existir ni en sus sueños más audaces, cuando su próximo bocado era un problema muchas veces sin solución. JOAN BLONDELL Por Bustamante Sin la sonrisa exuberante de Joan Blondell, Hollywood es un contrasentido. Demasiadas caras tristes, demasiadas psicologías perturbadas por la excesiva preocupación del éxito predominan en el ambiente, y ciertamente que no ha habido en Hollywood ninguna estrella capaz de sintetizar el más bello y necesario de los sentimientos: la alegría, mejor que la muchacha bulliciosa que llegó de Nueva York hace seis años. En los andenes de la estación de Santa Fé, Joan abrió los brazos al destino y vislumbró, no sin poco cuidado, la lucha terrible que la esperaba en una de los más ingratos rincones de la tierra. Pero entonces, aunque no poseía bellísimos trajes, ni se lanzaba hacia las avenidas de la nueva ciudad en un hermoso coche mecánico de muchos cilindros, en sus grandes ojos azules de aventurera arriesgada, brillaba la luz de una sonrisa incontenible. Y he aquí que no ha mucho, cuando el éxito, la gloria y la fortuna eran una de tantas posesiones 11