Cinelandia (January 1940)

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IDEAS 2 EAS AA ANI IIA HINA IDA EDAD A A Una vez más el experto en los controles recibe la orden de abrir fuego. Una tras otra explotan las granadas de corcho con horrendo estampido y saltan hacia el cielo las luces de lacapodium que en realidad están hechas de una mezcla de pólvora y aluminio, que da una llama extraordinariamente luminosa. Cada bomba que estalla está conectada por alambres eléctricos con la mesa de control. Los pedazos de corcho saltan por el aire y llenan de terror a los espíritus aprensivos. Pero los soldados valerosos que forman el cuadro del regimiento 69 conocen admirablemente su camino al través de las bombas, de los hilos eléctricos y de la metralla, y mueren en el momento preciso para que sus compañeros no se tropiecen sobre sus cadáveres. Con un pequeño esfuerzo imaginativo puede uno ver cara a cara esta noche, la tremenda realidad de una batalla moderna, muerte, sangre, alaridos y miles de pobres diablos que en un abrir y cerrar de ojos dan la vida por la patria, luchando por conquistar un objectivo imposible. Y rememora uno sin querer el famoso discurso de Cervantes: “Dichosa edad y tiempos dichosos aquellos . . .” en que los bravos caballeros llevaban a cabo grandes hazañas con el poder de sus brazos y el filo de sus espadas y regresaban vivos de la contienda para poder contarlas, que es, más que las condecoraciones, la verdadera recompensa del soldado. Después de la batalla estrechamos manos con los que han tomado parte en ella, George Brent que desempeña la parte de Bill Donovan; James Cagney que encarna al rebelde Jerry Plunckett; Patrick Duffy, capellán del regimiento que en realidad es Pat O'Brien y otros. Luego nos espera una cena confortante y abandonamos a media noche los campos de Argonne donde miles de extras dan la vida por la paga y donde los estudios Warner Brothers ruedan un film de gran actualidad, “The Fighting 69th.” EN PRESENCIA DE SU ESPOSA... la multimillonaria Bubbles Schinasi, Wayne Morris le propinó un beso bien repiqueteado a su novia de la película “Brother Rat and a Baby” y ex-novia de la vida real, Priscilla Lane. Bubbles segun dicen puso cara de basilisco, pero tuvo que disimular el mal rato . . . por amor al arte. NIDO DE HALCONES ... es el título que le dió Rodolfo Valentino a su lujosa mansión en las montañas de Hollywood. Quizás por respeto a la memoria del gran astro o porque su trágico recuerdo parecía divagar por salas y corredores, Falcon's Lair no ha sido habitado en largo tiempo. Ultimamente fué adquirido por el millonario de nuestra raza Juan Romero, quien lo ha reconstruido invirtiendo en la obra una fuerte suma y va a inaugurarlo ofreciendo a sus amigos un gran “cocktail party.” Será el primero que se celebre en la mansión de Valentino, que murió sin haber dado en ella una sola fiesta. 44 En esta escena "detrás de telones'' de la película, ''The Fighting 69th", de Warner Bros.. vemos a la soldadesca reunida en torno del director, tomando órdenes para la batalla a desarrollarse. ISABEL: Y. ESSEX (viene de la página 22) to se internaba por los campos abruptos de Irlanda, Essex echaba de ver las gigantescas proporciones de la empresa que había acometido. Como todos los soldados de su época estaba acostumbrado a combatir al aire libre, bajo la protección de los cañones y en lugares donde la caballería podía atacar libremente. Essex había soñado con hazañas heroicas y victorias resonantes que llegarían a oídos de la reina y la harían estremecerse de emoción ante el poder de su favorito. ¡Nada de eso tuvo lugar! Tyrone, el poderoso jefe de los irlandeses, era un enemigo que daba siempre las espaldas. Conocía la debilidad de su situación y sabía que la astucia y no las armas era su único aliado. Essex en vano lo perseguía por llanos y montañas; Tyrone rehuía siempre las oportunidades bélicas. Los soldados comenzaban a murmurar. Habían venido a pelear, no a perseguir en vano a un enemigo invisible. Demasiado tarde Essex comprendió su gran equivocación y la saña conque sus enemigos lo habían empujado al borde de la derrota. Se necesitaba una expedición gigante; mayor número de soldados, cañones, alabardas, mosquetes y, sobre todo, vitualla. Los soldados comenzaban a dar muestras de cansancio. Sus rostros pálidos y sus cuerpos flácidos mal podían cargar el peso de las armaduras y sobrellevar el empuje de la batalla si es que esta se presentaba algun día. Por primera vez Essex veía de cerca la derrota; comprendía el fracaso de su empeño ciego; lo inútil que era la gloria en los campos infestados de Irlanda. Su única esperanza era en aquella hora de angustia que la mujer voluble, contra cuya voluntad había partido para Irlanda, viniera en su ayuda y le enviara los elementos necesarios para regresar victorioso. Y entonces, en el corazón de Robert Essex surgía de nuevo la duda que le había mordido siempre las entrañas. . . La reina gozaría al verlo volver derrotado. Su ausencia acrecentaba la envidia que en el fondo sentía por él. Los soldados comenzaban a caer unos en pos de otros, víctimas de la fiebre. La tienda ostentosa del jefe de la expedición tenía más aspecto de hospital que de cuartel general. Sus propios ayudantes le miraban con desconfianza . . . y entre los soldados comenzaba a circular la palabra terrible que Essex temía más que a la muerte: volver... Una vez más a la sombra de un hachón le escribía extensamente a la reina dándole cuenta de lo que pasaba, de las graves necesidades del ejército y de la decisión que había hecho de no volver nunca vencido. Por un instante renacía en su pecho la esperanza. Isabel no le abandonaría. Se lo había prometido. Sin esa promesa no habrían partido jamás sus ejércitos para Irlanda. Después de todo, dejando a un lado la cuestión de sus sentimientos personales, era el honor del reino y el poderío de la corona lo que más importaba y si Isabel lo abandonaba en aquel trance difícil, Inglaterra perdía dinero, uno de sus mejores capitanes y una expedición perfectamente organizada. Essex firmó y selló la carta, se la entregó a sus ayudantes y se dedicó a delinear los planes para continuar la persecusión de Tyrone. Días y semanas transcurrieron y cada vez que llegaban emisarios de Londres, Essex ansiosamente les salía al paso esperando noticias de Isabel. Los emisarios entregaban las cartas del Consejo, pero no traían ninguna misiva de la reina. Essex, lívido, contemplaba lo que ostensiblemente ya no era más que las ruinas de su ejército y meditaba apretando los dientes: