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Misterio (Viene de la pág. 12)
riano, interesado, sin duda en no dejarse alcanzar, aquel miuuto, tan habilmente defendido, significaba la impunidad, la victoria, y, jinete sobre él, era quien, en el hipódromo del "Tiempo, ganaba la carrera . . .
Cansada de buscarle y convencida de su mala fé, Rufina le telefoneó reiteradamente y le escribió hasta nueve cartas. En la última le decía:
“Mañana, por la noche, saldré para Bélgica, y no quiero ausentarme de Madrid sin que hablemos. Espero, pues de su cortesía, que me dé una cita.”
A lo sincero de esta misiva, el señor Ladiana respondió con los siguientes renglones, trazados rápidamente y con lapiz; renglones descuidados, frívolos, como si el asunto que obsesionaba a su correspondiente careciese de valor:
“Imposible vernos. Me voy a Portugal, de donde regresaré la semana próxima. Todo
marcha regularmente. Te deseo muchas felicidades . ... ”
Mientras la señora de Tintorero, sin despojarse siquiera de su indumento de viaje, relataba a su marido todos estos pormenores, don Emilio, hundido en un sillón, los codos sobre las rodillas y el flaco rostro entre las manos, guardaba una actitud expectante, llena de un hermetismo amenazador. A intervalos, sus ojos meditadores iban de un lado a otro, recorriendo la estancia, como si algo recóndito y torvo le anunciase que pronto dejaría de ver aquellos objetos que tanto había amado.
Cuando terminó su narración, Rufina Barés exclamó suspirando:
—i¡ Ya lo sabes todo! . un estafador.
Ese hombre es Creo que estamos perdidos.
A estas palabras agoreras sucedió un hondo silencio, uno de esos silencios que asordecen y parecen oprimir las sienes.
Fué Rufina quien, poco dueña de sí misma, lo rompió echándose a llorar.
—Soy yo—sollozaba—, yo . VOL os la causante única de este desastre. Tú, desde el primer momento, desconfiaste de Ladiana, bien lo recuerdo. ¡Ah! . . . ¡Loca de mí! ¿Por qué no te hice caso? ....
Sintiéndose infinitamente desgraciada, abandonóse de bruces én un diván, como hubiera querido hacerlo sobre el ensueño, roto ya, de sus ambiciones, y el amargo torrente de sus lagrimas corrió a raudales. Misericordioso, don Emilio fué a sentarse a su lado, acarició sus cabellos, la habló suavemente:
—¿Está tu padre al tanto de todo esto? a. ¿Qué opina? . . .-¡Él conoce a Ladiana!
—Mi padre no sabe qué pensar. Cuando le dije que don Valeriano no había contestado a ninguna de tus cartas y que se ocul
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Hace tiempo que apenas se tratan. Desde luego me aseguró que las minas de azufre de Arroyo Amarillo están desacreditadas. Durante varios meses, la Prensa se ocupó de ellas mucho, ¿te acuerdas? . . . Luego, nada. Aquello parece que fue un «bluff.»
— «¿Le confesaste a tu padre que habíamos invertido en acciones de esa mina todo nuestro capital?
—No me atreví.
taba de mí, se quedó pálido.
—Lo siento.
—Quise hacerlo, pero te voy a ser franca; me faltó valor.
El señor Tintorero dió algunos pasos por la estancia y, lentamente, el aire absorto, fue.a sentarse detrás de su mesa, estilo español, sobre la que había escrito tantas crónicas de apacible literatura. Apoyóse luego bien contra el respaldo del sillón y, despacio, cual si conforme hablase fuese midiendo el exacto alcance y significación de cada palabra:
—Pues si es cierto—dijo—que Valeriano Ladiana, abusando del ascendiente que ejercía sobre tí, nos ho robado, no tendré otro remedio que pegarle un tiro.
Semanas después, el veterano don Basilio Barés, escribía a su yerno participándole cuantas noticias pudo recoger acerca del muy cacareado negocio minero de Arroyo Amarillo. El tal negocio, más que un error, había sido una estafa seria, una estafa que ascendía a varios millones de pesetas.
«Ignoro por qué sospecho—añadía—que habéis metido dinero en ese asunto. Sentiría acertar, pues os aseguro que si las personas que, dos años atrás, pagaron a cincuenta a sesenta y aún a cien dólares, las acciones de Arroyo Amarillo, supieran de alguien que las comprase a cinco céntimos, las venderían en el acto.»
Estas declaraciones decidieron a Tintorero a entablar contra su burlador una campaña sin cuartel. Abrasado en justísima cólera, impúsose la obligación de escribirle a diario. Seguro de su tenacidad, a fuerza de cartas pretendía debelar a su enemigo hasta obligarle a reconocer su fraude y corregirlo. Estas cartas ofrecían los más variados estilos: unas eran pacientes, cordiales ; otras, insultantes y amenazadoras.
«Estoy resuelto—decia en una de ellas— a presentar una querella contra usted por ladrón, y si los Tribunales no me hicieran
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justicia, guárdese usted de mi, pues no creo pl que haya ninguna justicia más cierta que la natural, o sea la que nos hacemos por nuestra propia mano.»
Pero, contra lo que don Emilio esperaba, | este furor epistolar no surtió efecto. Sus” misivas, una a una, se hundieron en el silencio: eran como las horas, como los muertos, | que van cayendo de espaldas en el reino negro de lo eternamente callado. El astuto banquero ni a los halagos amistosos ni a las provocaciones respondía.
Pasaba el tiempo y Tintorero, forzado a no tener otros gastos que los muy limitados compatibles con su sueldo de cósul y lo poco que sus crónicas le producían, empezó a vivir con enojosa estrechez. Entretanto, a pesar de la meticulosidad con que recopiaba sus artículos para mejor pulirlos, su crédito literario no adelantaba. Él lo adivinaba, lo sabía, y esta convicción—la más dolorosa que puede herir a un artista—iba retorciéndole el carácter. Su inclinación a la soledad fué tomando visos de hurañía. La idea, cada vez mas firme, de que sus ambiciones literarias nunca hallarían realización, impelíale a encastillarse orgullosamente dentro de sí. Cambió de estilo y sus crónicas perdieron su amable lirismo. Brujas dejó de interesarle. Parigual a muchos escritores despechados dedicóse a la crítica, esa crítica biliosa, mezquina y procaz, trasunto de las disputas entre mujerucas que estremecen las casas “de corredor”.
«Si quieres que la gente repare en tí—decía |' Tintorero—, aprende a insultar. En el zoco literario, para llamar la atención del público nada mejor que escupir por el colmillo y ponerse en jarras.»
Vino a fortalecer esta virulenta disposición de su voluntad la dolencia que le roía desde largo tiempo atrás. Muy temprano empezó a sufrir del estómago, sin que ni los cambios de clima ni los médico acertasen a corregir su mal, y este padecer creciente le producía reflejos morales de una agresividad enfermiza. La figura saludable y oronda de don Valeriano le perseguía y llegó a ocupar totalmente su espíritu. En las mesa, a las horas de comer en el teatro, en el paseo y hasta cuando escribía, se acordaba de él. Era su presente y su futuro, y por serlo era también su ruina. Con los ojos de la memoria se lo representaba invariablemente en el despacho—verde y blanco—del Banco Ladiana, Soler y Compañía. Recomponía sus gestos. Le veía sentarse, cruzar las piernas, mover las manos con aquel gesto tranquilizador que, sin duda, tanto le ayudó a enriquecerse, y particularmente le veía reir. Esta risa constante, fría ecuánime, desfachatada, le crispaba los nervios, y Tintorero hizo del banquero un tipo representativo de la Humanidad y comenzó a odiar en él a todo el mundo.
Así dejó transcurrir varios meses.
Una mañana levantóse más temprano de lo que solía, y sin cambiar palabra con Rufina, que, intimidada y suspensa, le espiaba de reojo, púsose a arreglar su equipaje. ¿Qué significaba aquello? El mutismo de don Emilio aumentaba la rareza de lo que hacía. De pronto su mujer, que, a distancia le seguía de habitación en habitación no pudo contener su nerviosidad.
—«¿Pero . . . qué significa esto ?—exclamó.
Él la miró distraido, porque su alma no estaba allí. Después se acercó a ella y la tomó las manos.
—Me voy a España esta noche—dijo— para resolver de una vez nuestro porvenir. No intentes saber más.
Rufina tembló. No reconocía la voz de su marido. Tintorero había hablado con la voz de otro hombre. El agregó:
—Cuando volvamos a vernos, yo habré