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Cinelandia (August 1943)

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! 1 re Bo ) En q pS Pe k o alguien, fuera de don Mauro, pudiese oirle: —«¿ Usted cree en la inmortalidad del alma? Esta pregunta, excesivamente grave para un hombre que acababa de beberse un tercer Pernot, suspendió desconcertó al doctor E, SUSP y Lopeci. -—¡ La supervivencia del alma! .. . exclamó ecléctico—; ¡respecto de eso se ha escrito tanta. oe —Mucho, y puedo asegurarle que me son familiares la mayoría de los libros maestros que discuten esa cuestión. Fundándome en razones físicas y metafísicas, que sería extemporáneo recordar aquí, yo proclamo la continuidad de la conciencia más allá de la tumba. Cuando el corazón se detiene y la carne empieza a descomponerse, el espíritu—semejante al viajero que se dispone a cambiar de alojamiento—recoge sus recuerdos, todos sus recuerdos, y se va . . . No, querido Lopeci, no me vengo ahora de Ladiana porque me aterra la idea de desatender a mi esposa y acabar mis últimos años entre los cuatro muros de una cárcel. Pero cuando ya no sea más que un cadaver, esto es, cuando ya la Justicia—injusta casi siempre—de los hombres, no pueda alcanzarme, entonces. . . . ¡se lo juro a usted! . . . mataré a Ladiana. El doctor Lopeci callaba; no sabía qué cara poner. Tintorero prosiguió: —Mi nariz ridícula no miente. Yo viviré todavía un año . . . dos, a lo sumo. Pues bien ; grabe usted en su memoria lo que voy a decirle: poco tiempo después de morir yo, morirá Ladiána ; morirá de repente ... Palpitaba en el gesto, en la voz, en los ojos del confesante, algo imperioso. El doctor Lopeci parecía emocionado. —La gente, — exclamó don Emilio — dirá que falleció de un derrame cerebral o de una angina de pecho; acaso sea víctima, al parecer, de un accidente de automóvil . . pero usted, que no habrá olvidado nuestra conversación de esta tarde, podrá asegurar a todo el mundo que Valeriano Ladiana murió asesinado, y que su asesino fuí yo . . . ¡Yo! . . . Porque sepa usted, para su gobierno, amigo don Mauro, que las acciones más trascendentales de nuestra vida no nacen en nosotros, según el vulgo cree, sino que son influencias o sugerencias de los seres invisibles que magnéticamente nos cuchichean al oído, pues el alma dispone de oídos sutilísimos, capaces de recoger vibraciones insoñadas, merced a las cuales los vivos, consiguen escuchar la voz de los muertos. Créame usted: muchas veces el genio, el crimen, los remordimientos, los presentimientos, el suicidio, las obras de arte eternas, son impulsos que nos llegan de fuera. Dicho estó se levantó violentamente: tenía los labios trémulos y el enrojecido rostro le resplandecía como a los iluminados. —Adios, don Mauro—balbuceó. —Adios, querido, adios . . . Tranquilícese uste Se estrecharon las manos efusivamente ; las de Tintorero estaban heladas. Cuando hubo desaparecido entre la muchedumbre, el doctor Lopeci volvió a sentarse. Estaba desorientado, aburrido. Iban a dar las ocho. Pensó: Entre él y la pícara niña de las “Galerías Lafayette,” me han abollado la tarde y la noche. NA Don Valeriano Ladiana, árbitro del Banco que ostentaba su nombre, ex-diputado a Cortes, Hermano de varias Cofradías y Presidente, Tesorero o Vocal de diversas Asociaciones más o menos benéficas, venía “de abajo”; su fortuna se la había hecho «a pulso» y era, a los cincuenta años, un hombre gordo, muy cuidadoso de su indumentaria y que reía fácilmente, cual si su cara placentera y su equilibrado buen humor rimasen con la musicalidad y el regocijo de amanecer 40 MISTERIO (Continuación de la página 22) de su apellido. En su honorabilidad, sin embargo, la maledicencia había mordido muchas veces. Unos le creían multimillonario ; otros, en cambio, hablaban de él como de un aventurero. Lo único cierto era que, merced a su excepcional don de gentes, sus negocios aparecían prósperos, que sus dictámenes influían en la Bolsa y que varios acaudalados personajes le tenían conferida la total administración de sus bienes. Don Valeriano, no obstante su costumbre de acostarse después de medianoche, se levantaba temprano, y nunca salía a la calle sin haber hojeado la prensa. Hombre “de salón”, necesitaba hallarse al tanto de la última crisis política, del último estreno, del último partido de futbol, de todos los perfiles y matices, en suma, que reclaman el film del vivir cotidiano. Aquella mañana, lo primero que leyó en los periódicos que acababan de traerle, con el desayuno, fué la noticia del fallecimiento de don Emilio Tintorero, ocurrido en Brujas. Ladiana frunció las cejas y sintió 'un latido frío en el corazón. Quedóse suspenso unos instantes, sin experimentar ni alegría ni pena. Luego suspiró, aliviado, cual si de pronto hubiese echado fuera de sí una preocupación. — ¡El pobre! ... murmuró —¡el pobre! . Y ya no pensó más en él. Tranquilo continuó leyendo, llamó a su secretario para despachar juntos algunas cartas urgentes, y se marchó al Banco. A la hora habitual—las dos de la tarde— regresó a su hotel, entró en su cuarto, se cambió de traje y bajó al comedor; una habitación espaciosa tapizada de rojo y blanco, con un amplio ventanal lleno de sol abierto sobre .el gran fondo esmeralda de un jardín. Allí le esperaban sus tres hijas y Carmen, su mujer, muy elegante todavía dentro de un traje matinal. Don Valeriano saludó a todas con una sonrisa, ocupó la presidencia de la mesa y, como siempre, antes de desdoblar su servilleta se frotó las manos con un ademán optimista. — ¿Sabéis que los dólares han bajado un entero ?—exclamó. Las muchachas—Lolina, Justina y Asunción, la casada con el conde del Taco—no contestaron, pero demostraron alegrarse. La esposa dijo: —« Y eso, nos conviene? —Muchísimo. El regocijo le estimulaba el apetito y empezó a comer. Se sirvió una copa de vino. Luego, dirigiéndose a doña Carmen: — ¿A que no adivinas quien ha muerto? —¿ Quien ? —Emilio Tintorero, el yerno de Barés. Hubo una pausa y, a continuación, casi a la vez, las cuatro mujeres suspiraron como si acabaran de aligerarse de un peso que hasta entonces, las hubiese oprimido. —¿Cómo lo sabes?—inquirió la esposa. —Lo he leído en los periódicos. —¿ Donde ha muerto? —En Brujas. Falleció ayer. Mas franca que sus hijas, doña Carmen exclamó resumiendo el sentir de todas: —¡Me alegro! En el otro mundo nos espere muchos años! . . —Yo le odiaba Y le odio todavía — dijo Asunción, la primogénita. —FEra un bruto—agregó Lolina—un bruto cobarde y malvado. Don Valeriano se retrepó en su silla, y con ES A pa AN POE ARA AA O AR NS DAI O el ancho rostro bañado en una sonrisa sincera: — —¿Os acordáis de la pateadura que me dió, hace poco más de un año, frente a la iglesia de las Calatravas? ... Escandalizadas y humilladas, las cuatro mujeres comenzaron a hacer aspavientos. A coro, las muchachas repetían: ó ¡Calla papa! 5 2 ¡Jesastos verguenza! . . .. ¡Calla! .... Y doña Carmen: — ¿Pero es posible que te atrevas a hablar de eso? . A ese hombre, ¡Dios no me lo tome en cuenta! . . . ni muerto, ya ves ... ¡ni muerto! . le perdono lo que hizo contigo. —Pues yo, la verdad—replicó don Vale: riano—, ¿queréis oir la verdad? . . . La vers dad es que a Tintorero no le guardo rencor. Doña Carmen palideció de ira. —FEres un santo; no te falta más que la peana. Volvióse sarcástica hacia sus hijas: —Ahí le tenéis; dan ganas de rezarle. Ladiana se encogió de hombros. —No soy un santo —dijo—, pero lo cierto. es que a ese hombre, no obstante el mal rato que me hizo pasar, le he perdonado. E Súbitamente quedóse triste, porque la flor negra del remordimiento acababa de brotar en su corazón. ¿Acaso no había él jugado vilmente con la buena fe del solitaro de Brajas tia. —¡El pobre—murmuró—, el pobre! ... No mentía; su compasión era leal. Pensó en la temprana viudez de Rufina, en Ss pobreza, que la obligaría a volver al hogar paterno, y en la crueldad artera. con que la desposeyó de su dote. En verdad que, como desquite o castigo de tan alta traición, los golpes que recibiera de Tintorero no significaban nada. El fallecimiento prematuro del escritor dis plomático no pasó inadvertido. Los periódicos de que era colaborador elogiaron su breve labor literaria y la honradez estricta con que, en cualquier momento defendió sus opiniones. También comentaron aquellos reveses de fortuna que le afligieron cuando, ya en el otoña de su vida, su quebrantada' salud requería mayor tranquilidad, y sacaron a colación la estafa—por valor de varios millones—de las: azufreras de Arroyo Amarillo, negocio nada airoso que durante cierto tiempo puso en entredicho la respetabilidad del Banco La: diana, Soler y Compañía. A nada más se redujeron las flores, no muy lozanas, que la Vida dejó caer sobre la tumba del escritor desaparecido. Esto ocurría a fines de Marzo. La estación estival se avecinaba, y la familia Ladiana tenía trazado -ya el programa de su veraneo. Desde Madrid irían a La Toja, por exigirlo así ciertos achaques o goteras, de origen reumático, que asendereaban a doña Carmen. El mes de Junio lo pasarían en San: Sebastián, el de Julio en Biarritz, los de Agosto y Septiembre los repartirían entre las playas de Arcachón, Trouville Y Ostende, y a mediados de Octubre regresarían a Epia por Niza. Don Valeriano estaba radiante ; su asuntos navegaban, sobre el encrespado mar de los negocios, viento en popa. Aquella primavera la baja de los dólares le había dado a ganar, en menos de una semana, cerca de un millón de pesetas. Doña Carmen y sus hijas Lolina y Justina —Asunción iba aquel año a Santander habían fijado su salida para el día siguiente, domingo. En el hotel, lleno de risas, todo andaba revuelto: los baúles, las sombrereras, los portamantas, invadían los rincones del comedor; las dos camareras que debían: acompañar a la familia en su viaje, corrían de una habitación a otra enfebrecidas; los claros y sutiles vestidos estivales, los trajes de baño, los sombreros de paja, las sombrillas polícromas, se hacinaban sobre las camas, 4