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tos. Pero he querido por sobre todas las dOSas. +. Ya Altha suponía lo que le iba a pro
poner. —Se me hace difícil decirlo, Altha, es algo fuera de... fuera de mi actua
ción de costumbre.
¿Por qué sería fuera de su actuación ? ¿No era acaso él, uno de esos tenorios que se encuentran en las grandes ciudades, que todo lo saben y que quiren aprovecharse de cuanto esté a su alcance? Bastante había ella oído de estos “lobos de la calle.”
—Lo que estoy tratando de pedirte, Altha, es que. .... ¡que te cases conmigo! ¿No crees que ya es tiempo de que nos apartemos de esta ficticia vida, y que estemos juntos todo el tiempo, gozando de nuestra verdadera casa y compartiendo nuestro amor?
—¿Casarme contigo? —preguntaba Al. tha con lágrimas que formaban perlas colgantes en sus ojos.
—¿Por qué no, mi vida? ¿Acaso me he equivocado al pensar que tú también me amabas? ¿No comprendes, amor mío, que esto es la pura verdad?
Para Altha, el mundo corría vertiginosamente a su alrededor. ¡Cómo se habían trocado los papeles! En su caso, el muchacho de pueblo, el que siempre hace el papel de noble, le había resultado el villano, ¡mientras que el ladino de la ciudad, el Tenorio, y a quien ella verdaderamente amaba, era quien le proponía lo que ella tanto había ansiado!
Altha se sentía feliz. Estrellas multicolores parecían pasar en fantasmagoría única y brillante ante sus ojos, mientras Jerry la sostenía en sus brazos. Y aunque todo le parecía un sueño, del cual nunca quería despertar, se dejaba caer lánguidamente en los brazos de su amado, mientras repetía: “¡Sí, Jerry, esa es la pura verdad!”
LA CIUDAD DE NADIE
(Viene de la pág. 21)
pitalaria para las cosas del espíritu, porque Nueva York no es menos aldea que cualquiera en las otras patrias, y tiene cientos de rincones donde podemos escapar de la vulgaridad de las faenas diarias, y dedicarnos, sin temor a que se nos moleste o se nos tache de locos, a hilvanar los más imposibles sueños. Todo cuanto tenemos que hacer es descubrir esos propicios rincones.
n día en que el hastío mordía inclementemente en mí, y me torturaban hondas nostalgias del hogar y añoraba felices momentos de mi vida de estudiante en la patria lejana, me acogí al refugic espiritual de uno de esos rincones favoritos. Elegí ese día la biblioteca pública sita en la calle 42 y Quinta Avenida.
En un pequeño parque adyacente a esta distinguida institución, observé per
sonas de distintas edades dedicadas al grato pasatiempo de alimentar palomas que venían a sus manos a tomar las migas. Otros leían diarios sentados cómodamente en los bancos públicos, y aquí y allá se veían parejas de enamorados que hablaban en voz baja tal vez forjando sueños para el futuro. “Quizás nos equivocamos los que llamamos a Nueva York una ciudad sin alma,” pensé, y unos momentos después me hallaba en la espaciosa sala de información de la biblioteca.
La impresión que tuve fué la de haber entrado a un templo. El ruido habitual de la ciudad había cesado por completo. Y la indiferencia y descortesía que caracterizan al neoyorquino en público, se había convertido en prudencia y respeto. Todos esperaban ordenadamente su turno para pedir información acerca del departamento al cual debían dirigirse en solicitud de la obra que interesaban. Cuando llegó el mío, pedí la edición del año 1930 de una revista hispana publicada en el extranjero, donde sabía aparecía un artículo literario que me interesaba consultar. “Solicítela en el tercer piso, en la sala de lectura,” me dijo le informante cortesmente. Y al poco rato tenía en mis manos la edición completa de ese año de la revista que me interesaba, nítidamente encuadernada en dos tomos, y en perfecto estado de conservación.
El salón de lectura estaba en completo silencio, a pesar de haber allí más de cien personas. Y hasta al volver las páginas de los libros, se tenía riguroso cui
dado de no hacer ruído innecesario que molestase a los demás. En pleno corazón de la ciudad sin alma había encontrado yo un templo para el solaz espiritual.
Otro sitio donde parecen darse frecuente cita los amantes del arte es la cantina de un pequeño hotel en la parte céntrica de la ciudad, cerca de Broadway. Casualmente averigué una vez que es éste el sitio predilecto de reunión de poetas, músicos, compositores y artistas de teatro jóvenes. Nunca he sabido por qué han hecho de éste su sitio favorito de tertulia. Tal vez se deba a la amable cortesía del cantinero, de origen europeo. quien dispensa especiales atenciones a esta clientela, como si se sintiese orgulloso de ella. Otra razón podría ser los precios módicos del establecimiento, pues es bien sabido que son pocos los poetas, músicos, artistas de teatro y periodistas que dispongan de suficiente dinero para frecuentar algunas de las cantinas de precios fabulosos de Nueva York. Por lo menos, en este sitio modesto el valor del dólar parece aumentar en unos cuantos centavos.
Infaliblemente hallará usted este interesante grupo de muchachas y jóvenes reunidos allí noche tras noche. Ocupan siempre la misma localidad en la cantina, y existe entre ellos una camaradería que podría llamarse hermandad. Se saludan afectuosamente, y cuando uno nota la ausencia de alguno de los habituales concurrentes, todos se ofrecen a llamarlo por teléfono a otros sitios a que pueda haberse ido esa noche, o a buscarlo per
He aquí como Jack Pierce, maquillador de la Universal, fabrica un nuevo
“Frankenstein.” El monstruo no es Boris Karloff, sino su sucesor Glenn
Strange, que muestra sus carnívoros instintos leyendo los monos de los periódicos.
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