Cine-mundial (1916)

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Tenía la expresión un poco varonil por el carácter; por lo demás era de natural afable y dulce. Vivía con su madre, señora de luenga edad y el hermano mayor, viejo y soltero, mantenedor férreo de la tradición gloriosa de sus antepasados y fiel defensor de la doctrina muerta del recuerdo. A este mayorazgo preocupábale sobre todo lo demás, una sola cosa: la sucesión del linaje. Pasara sus mejores años en oteo y busca de esposa acomodada al cristal de su estirpe, sin lograr toparla, por algo que no viene al caso y otros motivos. Cifraba ahora su esperanza en los desposorios de su hermana, no sin algún cabiloso recelo, que sus ojos escrutadores en vidas de alcurnia no alcanzaban a ver todavía partido cabal y justo a su noble intento. Cumplía Ana María veinticinco años, cuando a la ciudad centenaria, su cuna y residencia, hubo de llegar un forastero joven, de apuesto continente, recia planta, el perfil aguileño y varonil. La presencia de este moderno Ulises en la ciudad caduca, pronto le elevó a una popularidad ennoblecida, que aparte de su distinción señorial, era pródigo y magnífico; y nada existe que enaltezca tanto a las miras del vulgo, como la liberalidad y el derroche. Ufanábase de rico, se decía huérfano e hizo creer que su viaje no tenía otro fin que el de conocer y estudiar los muchos tesoros de arte que la vieja ciudad guardaba. Se hacía llamar Alfonso de la Cerda y Carbajal, y decíase hijo de dilatada prosapia hidalga. Abonaba esta afirmación con galas de sabio genealogista y difusos conocimientos de rancia heráldica. Tan profunda y gentil sabiduría, le valió de lazo y nudo para establecer amistad llana y franca con Don Fernando Vélez de Espinosa, el hermano solterón de Ana María; y de tal modo se dedicaron mutuamente todo linaje de efusiones, que a los pocos días el afecto entre los dos hidalgos era casi fraternal. Por esta razón de gustos y nobleza afines, Ana María llegó a conocer al prócer y admirado viajero. Le gustó desde un principio; era fuerte, elegante y guapo. Hablaba con singular elocuencia y color; le pareció culto y se condujo hacia élla con gentilidad peregrina. Marzo, 1916 E Llegaron a embeberse en luz de amor robusto, de calidez fuerte. Y de esta efusión cordial, recibió grande gusto el soltero hermano, que si ello finaba en bodas, como era de esperar, de tal manera el árbol genealógico de la familia aseguraba su continuado florecer en honra y prez del linaje, ya que él, durante su dilatada soltería, no acertara a topar con la señora altiva, de abolengo igualatorio, digna de darle hijos que siguiesen perpetuando el limpio historial de sus abuelos. Dicho sea de paso, holgábase también de este probable enlace, por ver así de reparar cierto quebranto de la hacienda solariega, pués el galán muestras daba de rico y de libérrimo, y siempre fué de nobles no muy holgados, buscar refuerzos a su caudal en alianzas nupciales, que en esto la ejecutoria hidalga es sutil consejera. Mientras el mayorazgo pensaba de esta guisa, Ana María y Alfonso aumentaban su mútua dilección, las manos entretejidas amorosamente, con más presión cada día, cual dormidos en pacto tácito, sobre el blando regazo de la dicha. No fueron de gran demora los preparativos del himeneo, y una mañana tibia y olorosa de primavera, celebraron sus esponsales con satisfacción de deudos y amigos y rodeados de un cortejo noble, algo austero, pero de grande honor y lucimiento. SEGUNDA PARTE No era finado un año desde aquel día fausto, cuando marido y mujer establecieron su asiento en una capital populosa y moderna, fatigados por el trasiego azaroso y rápido de un viajar múltiple. El espíritu de naturaleza llano y abierto de Ana María, fuera despojándose poco a poco de la rigidez pesada, severa y fría en que le embotara la doctrina tradicional y ególatra de sus principios educativos. El tráfago de los viajes todo vida y movimiento, fuera vistiendo su razón de una moral nueva, asimilando a su alma el alma minuciosa, astuta y amplia del vivir moderno. Insensiblemente su altivez y ademán rectilíneo, fuéronse trocando en movilidad graciosa, de delicada esencia femenina, sin extremosidades ni desenvolturas. Las cartas que de su madre y hermano recibía, dictadas por el silencio muerto de la tradición, ya no dejaban eco en su pensamiento, y le trascendían a fría desnudez, desprovistas de esencia, como voces llegadas del Remoto cabalgando en vientos seculares. De este cambio tan fácil y propicio a su alma virgen, casi niña, comenzó a brotar un germen de curiosidad — PácinaA 107