Cine-mundial (1916)

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L ae a CINE-MUNDIAL profusa. Fué dejando de ser la esposa altiva, encastillada en su altura de miras, que nada le preocupa fuera del acato y devoción que por ley de herencia cree merecer, y quiso otear en todo lo que a ella y a su matrimonio atañía. Libre ahora de la distracción múltiple del vivir andariego, en el reposo del hogar, inquiría detalles y extremos que le dictaba su inquietud curiosa. Una tarde que platicaban marido y mujer, Ana María tuvo empeño de conocer en detalle, la clase de asuntos y trabajos que frecuentemente ocupaban a Alfonso. Sabía muy poco de esto. Le hablara él de ello, en un principio, como justificación a aquel viajar continuo y desordenado y a sus frecuentes ausencias del hogar; pero lo hiciera de manera tan incoherente y confusa, que élla apenas se diera cuenta. Ante aquel deseo manifestado de pronto por su esposa, Alfonso se estremeció. Era de espíritu avispado e inmutable y se recobró prestamente. En somera y copiosa perorata expuso cumplida la estremosidad de sus ocupaciones, que él se esforzó en hacerlas notar de nobles, útiles y necesarias. Cuando hubo dado fin a su discurso, se levantó y salió. Ana María, al quedar sola, y sin saber por qué, quedó preocupada. A poco tiempo seguido una noche y en ocasión en que esperaba a Alfonso, sintió una revelación subitánea; pensó: “En la vida de Alfonso hay un misterio. ¿Qué será? No lo sé, pero es así.” Era una revelación. Desde entonces dióse por entero a cabilar en tan extraño caso. Invocó lances, circunstancias y variaciones ligadas con la vida de su esposo, y a paso que desdoblaba en la memoria el rugoso perfil de sus recuerdos, más aferraba al corazón la certeza de su pensamiento. Observó al marido, socavó sutilmente en su alma; le espió. Y de estos recuerdos y exploraciones, sacó la cabal seguridad de que el secreto existía y sintió en su ser el anuncio de un grave daño. Al filo de esta certidumbre, su altivo carácter tradicional y originario, asomó a su alma aconsejándole un acto preñado de dignidad ecuánime: penso en irse, abandonar al esposo, sin intento de saber más, y refugiar su dolor entre los muros vetustos del hogar solariego, o buscar olvido en la mística exaltación de un claustro. Pero no pudo. Su espiritu era fuerte y audaz y admitió como norma de acción, realizar su propio destino. Fué poco a poco trocándose su cara en color de cera, traslúcida por el misterio del sufrimiento. Sus ojos se cercaron con la sombra violeta del dolor. Diluía la tragedia íntima de su alma en copioso llanto. Lloraba a solas, sin consuelo, como una niña. Empero, ante su marido mostrábase serena, efusiva, escrutadora y amante. Sentía la necesidad de descubrir el enigma que luctuaba su vida, de descubrirlo ella sola y de manera rotunda y cabal. TERCERA PARTE Tuvo efecto el término de su avizorar constante, cierto día gríseo y frío del invierno. Alfonso, como todas las tardes, acababa de salir. Ana María, después de cerciorarse de que ningún criado podría observarla, penetró en el despacho de su marido. Se acercó febril y pálida a la mesa-escritorio. Contempló un momento, vacilante y temblando, la cerradura de uno de sus cajones. En él se hallaba el misterio. Aquella misma mañana, valida de cierto artilugio de espionaje, sorprendiera el trajín recatado y oculto de su esposo. La llave estaba puesta en el cierre, como si de intento su presencia, sirviera para alejar sospechas. Ana María abrió el cajón. Ni siquiera se detuvo a mirar su contenido. Tomó todos los papeles y los colocó sobre la mesa. Seguidamente escurrió el índice por una de las aristas laterales hasta apoyarlo en un saliente diminuto y plano, que cedió ligero a la presión leve. Surgió magicamente la madera que aparentaba servir de único fondo al cajón y mostró la doble cabida de su construcción secreta. Esforzándose en acallar el creciente sobresalto de sus nervios, Ana María fué sacando todo el contenido: eran papeles, cartas y otros documentos. Debajo aparecían enormes fajos de billetes de banco, cuidadosamente ordenados. Y allí mismo, de pie, transfigurada por la extrema emoción de su ánimo, fué enterándose de la casta de hombre que era su marido. Aquellos papeles delez nables eran la ejecutoria sombría de un acabado facine roso, falaz y aventurero. A medida que leía, afianzábase su espíritu en una extraña inmutabilidad heroica. Poco a poco descifró que Alfonso era fundador, condueño y vil expendedor de una fábrica de billetes falsos de banco, establecida de asiento en una ciudad extranjera. Fué ahora cuando vió claro el inescrutable misterio de aquel -viajar inquieto, de las salidas súbitas, improvisadas, como una huída, de las ciudades que visitaran. Ahora comprendía con claridad profusa, todo el fárrago nebuloso de falsedades, circunstancias y extremos de la vida de aquel hombre agiotista y maldito. Largo tiempo se mantuvo quieta y absorta, cual si hubiera perdido la noción de la existencia. De pronto recordó a su madre y a su hermano, caducos y graves, dentro de su quietud gloriosa en el recogimiento del pasado. Este recuerdo revivió en su espíritu, cual un relámpago, toda la expresión varonil y enérgica de su altivez infanzona. El noble historial de sus abuelos sin baldón ni mancha, tornaba a su memoria imponente y desaforado, hablándola de la eficacia grandiosa de los actos heroicos. Sentía el bullicio de su sangre ilustre encaramarse agraz sobre su corazón, cual si quisiera ahogarle por haber latido al unísono del de un varón execrable. Sintióse henchida de resolución subitánea. Y tranquilamente trágica, semejante a Artemisa vengadora, fué colmando el fuego de la chimenea con todo el papelorio infamante contenido en el cajón. A seguida tomó de una panoplia fijada en uno de los muros de la habitación, una pequeña arma de caño estrecho y de pavón obscuro de tinte mate. Sólo pensó en su clara estirpe de héroes, en su madre y en el hermano, que llorarían su muerte, pero nunca la ignominia en que manchara su casta aquel aventurero asaz infame. Soltó el broche que sujetaba al pecho su amplia bata, y mostró triunfante el mármol peregrino de su carne. Apoyó fuerte sobre su corazón la pistola, como en intento de contener en su presión fría el latido loco. .. . Bastó un disparo. Cayó hacia atrás, retrepada en un diván con los ojos trágicamente abiertos. Al filo superior del seno izquierdo brillaba una menuda amapola de sangre, que se diluía en sutil hilo, bermejo y cálido. . ¡Era el hilo fatal “que anudaba el misterio de tia muerte heroica, con el misterio de una vida hartg men guada! ! JOSE SOBRADO DE ONEGA. Marzo, 1916 E _—————lJ————————————————————————————48'->” PácINA 108