Cine-mundial (1921)

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Long Island, y no en Coney Island, rodeado de aquellas sirenas del Teatro Broadway. ¡Mae Murray no llevaba más de tres onzas de ropas encima! Acababa de vestirse (no sé si debiera decir desvestirse) para una escena de su última producción, “El Lirio Dorado”. Eso mismo me parecía: un lirio humano, pintadas, más que puestas, las reglamentarias vestiduras, reducidas hasta donde era posible, por ese capricho que tiene nuestra encantadora Mae, de forzar los ojos de los espectadores fuera de sus órbitas. Poco faltó para que emprendiera una entrevista con Mae. Un mensajero se acercó a nosotros y nos imperó: “Stepin, soir”. En neoyorquino eso significa “Pase usted, señor”. Y pasamos. * o * * Muellemente recostada en cómodo diván de terciopelo rojo, aparentemente descansando y, según: me imaginaba yo, esperando a Heriberto, estaba Justine Johnstone en el fondo del estudio. Por mi mente pasaron las escenas del traído y llevado “Antonio y Cleopatria”. La presentación fué seguida de una desaparición sospechosa de mi guía y, largos segundos de contemplación de mi parte. Allí, tan cerca que daban ganas de robársela, estaba la maravillosa Justine, la sin igual estrella de la Realart, que ciñe la corona de emperatriz de la belleza que la crítica le rindiera por ser una de las más hermosas. mujeres americanas. De mediana estatura, formas correctas, ojos grandes y de puro azul que dicen más que ningunos otros ojos de dulzura y, una abundante cabellera rubia, suave, como hablando del sutil arte de las manos que, sabiendo de su encanto, tan bien saben peinarla. La señorita Johnstone cautiva con su sabia charla de estudiante dulce e instruída. Con su conversación nos deja saber de sus conocimientos en el arte, lo mismo que de sus ratos de ocio bien en la soledad de un paseo por el campo, o entre el alborozo de un juego de foot-ball que tanto le entusiasma. Es el tipo perfecto de muchacha americana, ingenua y comunicativa. —Venga usted acá,—me dijo al fin, invitándome a un recodo solitario del estudio y dándome, por suerte, una oportunidad para comenzar mi examen de conciencia. Nos sentamos en aquel rinconcito hecho como para dos enamorados, profusamente adornado con flores y, asientos escondidos debajo de abundantes cojines de seda. —¿Comenzó usted su carrera artística con las primeras películas en que interpretara papeles de heroína? —jOh, no! Ya había trabajado antes en partes secundarias con Marguerite Clark, en los días en que Hugh Ford empezara su carrera con el megáfono en la mano. Es curioso, añadió, pero Hugh ¡Ford es el mismo que está aquí ahora, dirigiendo a Ethel Clayton en su última producción y, recuerdo que, cuando secundaba yo a Marguerite Clark, el señor Ford me juraba que yo lo hacía pésimamente, que yo no sabía actuar. Hoy, nos hallamos en los mismos estudios, y soy yo primera actriz a quien él aplaude. —Pues soy de opinión que debía usted de pasarle por frente a sus narices cada dos minutos y recordarle así la diferencia entre la Justine que él despreció como actriz y la intérprete que tiene hoy que admirar en Justine. Justine sonrió, acurrucando a la vez que hacía encantador mohín, sus pies enzapatillados debajo del asiento, y se me acercaba más, involuntariamente, impeliéndome a ha Enero, 1921 < CINE-MUNDIAL cer lo mismo... (no el mismo mohín, sino el mismo movimiento de hermandad). —Vea usted—prosiguió la joven estrella— a mí me encanta la escena muda. Yo he trabajado antes en las tablas, pero nunca sentí por el teatro la fascinante afición que me inspira el lente cinematográfico. Esta labor del estudio me posee. —Siendo asi—le dije yo—voy a hacerle la reglamentaria pregunta inevitable... —¿Cuál es?—interrogó ella poniendo atención. —Pues cuestión de gustos: ¿Qué clase de películas prefiere usted interpretar? —Prefiero interpretar los papeles de la heroína corriente; de la muchacha corriente, mejor dicho. El tipo de heroína que agradaría a todos mis admiradores verme interpretar. Me fastidian los papeles fuera de lo común; de esos tipos de mujer para los que hay que vestir y actuar saliéndose del nivel pertinente a una. Debemos anotar que sería un abuso imponer a una muchacha como Justine, la misión de interpretar un tipo en que, su belleza suprema, hubiera de sacrificarse a las exigencias de la imaginación grotesca de un creador de tipos enmascarados. —¿Dónde comenzó usted su carrera, sefiorita Johnstone? —Pues le diré, fué temprano. Siendo aún muy niña ingresé en un Seminario de Larchmont, Nueva York, y, habiendo salido presidenta de una sociedad dramática que allí teníamos, procedía en cada oportunidad a auto-elegirme para desempeñar el papel más importante de cada pieza que nos decidíamos a poner en escena. Después de este curso del Seminario, me dediqué al teatro con todos mis bríos. —Y, ¿le gustan los nuevos estudios, señorita Johnstone? ' —¡Oh!... Son maravillosos, señor Rico. Cierto que me era más cómodo asistir a los que antes tenía la compañía en la ciudad; pero me gusta el campo. Mis aspiraciones son llegar a tener mi casa propia lejos de la ciudad. Me gusta levantarme por la mañana temprano y recorrer la campiña, oír el mugido de las vacas, ver salir el sol y oír el canto de las aves... Justine miraba a la campiña verde-gris ya con las pisadas del otoño -que vegeta. Nos llevaba con su ingenua confesión del amor al campo libre y fresco, a nuestras verdes campiñas y, nos hacía recordar que no “Puede haber cosa más bella Que, de la arrugada cama, Saltar, y en la fresca grama Del campo, estampar la huella”, como dijera el poeta. (Caramba, que se pone uno sentimental. Si Guaitsel y el Respondedor me pescan, como estaba entonces yo: ojos abiertos, labios caídos, gesto de poeta disgustado, como me pusieron las palabras de Justine, ¡adiós Rico!... ¡Ponerse romántico ante una chica como Justine!) Me hice la señal de la cruz para alejar los espíritus chocarreros y, le pregunté: —¿No tiene usted en mente asunto alguno jocoso, señorita Johnstone? Un episodio gracioso de su vida de artista, por ejemplo. Justine hizo que pensaba unos minutos y luego, sonriendo con benignidad enloquece` dora..... (¡que me pongo romántico!) me dijo: —Lo siento, señor Rico; pero yo soy pobre en biografía jocosa. —Entonces—repuse—vamos a hacernos tomar unas fotografías. Los lectores de CINE MUNDIAL gustan de entrevistas en que aparezcan la entrevistada y el entrevistador. Cuestión de gusto artístico, sabe usted. Las decoraciones son siempre atractivas, y una fotografía suya... (en poco meto la pata, iba a decirle “conmigo”), haría más atractivas nuestras columnas. Ya frente al lente fotográfico oímos al cámera-man que decía: —‘ Still!” (¡Quietos!)... “Over here!” (¡Aquí!) —El pobre diablo quería que me fijase en el lente. Pero yo miraba a los ojos azules de Justine y, en el instante en que adoptaba posición estratégica para mirarlos mejor, el fotógrafo dejó oír el “clic”... y, con enfado velado por una sonrisa de suegra, dijo: “Dañado”. —Tiene usted que prestar más atención al “ojo” de la camara—me disparó Justine, notando que más me interesaban los de ella. —Preferia quedar retratado en los otros... Por fin quedó satisfecho el cámera-man. Un sincero apretón de manos terminó la entrevista y, salió Heriberto más estirado que un polizonte por la misma puerta central por donde se colara. Respiré el fresco aire de la tarde que predecía brisas de Navidades, y fija la vista implorante en la primera estrella que ya quería aparecer en lo azul, me alejé hacia la estación diciéndome: “¡Calma, Heriberto, calma!” i Pero en vano. Justine es de esas personas que se ven y no se olvidan jamás. La Torre Eiffel, El Gigante de Rodas, Los Jardines Colgantes de Babilonia... ¿Quién los olvidaría después de haberlos visto? ¿Quién olvida la sonrisa enigmática de Gioconda después de haber fruncido ante ella el ceño de filósofo confundido? ¿Quién olvida la cara de la Esfinge, después de haberfijado, en ese enorme corazón de mujer en forma de cara, sus atónitos ojos, acobardados ante el milagro y el misterio de aquella pregunta en piedra, toscamente bella y gigantesca? Y, eso es Justine Johnstone: una colosal maravilla de mujer, hecha más fascinante con sus brillos de estrella y, que, para deleite de millones que le admiran y tal vez no le verán jamás, se prodiga con su arte y sus encantos, en la pantalla. * k OF Con enorme cigarro me acerqué a Guaitsel y al Respondedor con la fotografia en la mano, y con más pecho que el que me diera el cielo, les mostré y dije: —He aquí, despellejadores del prójimo. ¡Deleitaos! Un rato de estupefacción siguió al estudio de las formas y la faz de Justine; pero, como era inevitable, se destapó el Respondedor, que no había de quedarse callado y, con cara de Jeremías, afirmó: —¡ Lástima grande! ¡Tan bien que hubiera quedado sin este espectro frente a ella! Suscríbase a CINE-MUNDIAL > PÁGINA 18