Cine-mundial (1921)

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CINE-MUNDIAL AS camareras y los camareros consti tuyen un numeroso gremio del cual dependen, en cierto modo, nuestras digestiones. Aqui, en Nueva York, la ciudad de los restaurantes, el poder social de estos serviciales empleados de smoking, delantal blanco y servilleta al brazo es formidable. Por un “quitame allá esos platos” se declaran en huelga, se despojan del traje de etiqueta y se pasean por la acera, frente por frente del establecimiento abandonado, con un cartel a la espalda y otro a modo de babero en los que se anuncia al público el boicoteo. Están en su derecho y lo ejercen pacíficamente. Todas las mañanas paso por la calle 42 y sonrío a uno de estos señores huelguistas que, a parsimoniosas zancadas, pasea ante la fachada de “El Pájaro Azul”, cuyos propietarios se resignan a esta muda, pero elocuente sorpresa, ellos sabrán por qué. Yo declaro mi neutralidad; quiero que conste en letras de molde; es espontánea mi declaración; no estoy reñido con el gremio ni con el estómago; ni quito ni pongo; observo nada más. Yo nada les debo; les he pagado siempre con liberalidad las sonrisas que, entre plato y plato, me han intercalado a guisa de entremés. Más aún: me ha faltado pan en la mesa, me han traído vasos con agua y algunas migas sospechosas; muchas veces he podido escribir una crónica mientras esperaba los postres y nunca me he atrevido a protestar porque... ¿está usted seguro de lo que un espíritu malhumorado le puede echar en el plato desde la cocina a la mesa? Dentro de esta clase, como sucede en todas, existen categorías. Conozco camareros que no cambiarían su puesto por la jefatura de una acreditada casa de exportación. Ganan más y son más independientes, visten mejor, se codean con gente más distinguida y saben adoptar un aire de complacencia retribuída cuando se les pide algún informe. Esto es divertido y productivo. Se les pasan las horas en un vuelo. Claro que me refiero a los que prestan sus delicados servicios en establecimientos de primera clase, donde suele entrar el parroquiano novato palpándose con disimulo varios bolsillos, temiendo haber perdido las reservas. Porque, en estos deslumbradores salones de lujo, nunca está uno seguro de que le alcance el dinero. Son caros estos establecimientos y estos camareros de primera clase, pero se les pa_ $a con gusto por esa picarona vanidad que consiste en alardear de “persona decente” con la cartera en la mano; y luego esas atenciones y esas delicadezas, y la concurrencia que se inspecciona con gestos de buen to Enero, 1921 < CAMARERAS Y CAMAREROS (Dibujo de PAUL DE LESLIE) no... todo eso se paga, hay que pagarlo aunque, a la mañana siguiente, se resientan ciertos compromisos. Los servidores de segunda clase serán tan diligentes, eso sí; tardan poco más o menos: lo mismo en servirnos; pero no sonríen. Si acaso, a lo último, arrimándose a los postres, cuando se acerca el interesante momento de poner la cuenta boca abajo, discreta costumbre que bien vale la propina. Entonces, con la cuenta, como para hacérnosla pasar delicadamente, nos dedican una sonrisa; y hay estómagos tan sensibles que responden agradecidos. Les hace el mismo efecto que si tomaran bicarbonato. En estos casos la propina asciende a un veinticinco por ciento. Los servidores de tercera clase... Todas las terceras clases son de ínfimo orden, esto es sabido: en los espectáculos, en los ferrocarriles, en los vapores. La tercera clase es un suplicio al que se resigna la gente mal educada, es decir, la pobre. Tercera clase significa grasa en el sombrero, rozaduras en los pantalones, algunas deudas flotantes y vergonzantes, como deberle, por un momento, un dólar quince centavos al zapatero, lo que obliga todos los días a ciertos rodeos para no pasar por su establecimiento, etc. Por eso el que no tiene dinero, no tiene nada, digan lo que quieran ciertos espíritus que se disculpan con teorías socialistas. Un camarero que se aguanta sirviendo a gente de boarding house tiene descontada, como cosa natural, la paciencia de los clientes. —Agua, más agua, favor — gritan por quinta vez de una mesa. —Ya lo he oído; espérese usted; no puedo servir a todos al tiempo. El cliente calla y se ruboriza un poco ante esta sencilla y exacta observación proclamada a gritos, y el agua llega después del café. ¿Acaso se tiene derecho a mejor servicio por una fracción de dólar, incluso propina? Ahora, si hablamos de las camareras, no hay más que dos clases: las guapas y las feas. Las hay, también, de un sexo indefinido, que gastan lentes, un poquito de bigote y faldas, por las cuales las reconocemos. Sirven, es decir, no sirven bien. Las guapas ganan lo que quieren; depende de las sonrisas que prodiguen, de las conversaciones particulares que aguanten. Cuando están de mal humor, preocupadas por sus asuntos, el servicio general anda de cabeza; parecen reinas ofendidas; todo lo equivocan; nadie se atreve a regafiarlas. En cambio, si necesitan entradas extraordinarias, hay que verlas trajinar, el aire coquetón con que conducen los cacharros, como si invitaran a valsar; las carcajadas discretas y ambiguas con que acogen ciertas pretensiones, el rozamiento de sus manos cuando nos entregan la cuenta... Y, claro: las propinas llueven. Muchas de estas apetecibles sirvientas trabajan por temporadas, salteando las semanas y los meses. A lo mejor llega uno al restaurante de costumbre, se sienta, desdobla la servilleta y busca con la mirada a la camarera de todos los días: Precisamente suele ocurrir esto cuando pensamos haber vencido, a fuerza de propinas, las tres cuartas partes de su convencional resistencia amorosa. Y llega otra a nuestra mesa, generalmente antipática a primera vista. ¿Qué le sirvo? —pregunta con cierta sonrisilla en que se adivina la contrariedad del cliente. : —Pues... dígame usted: ¿no está Anita? —«¿Anita? No sé quién es, no recuerdo. —Una compañera de usted, la que me servía todos los días... una alta, así, de ojos grandes, guapa... —¡Ah! Mary Dox... Ya no está aquí... se despidió ayer. Mejor dicho, no se despidió. ¿Qué le sirvo? —Lo que usted quiera. _ Y aquel dia se nos indigesta la comida al pensar que, después de una paciente y convincente labor mensual de propinas, Anita —Mary Dox—levantó el vuelo, la muy ingrata, sabe Dios hacia qué nuevo establecimiento o hacia qué misteriosas vacaciones. Son preferibles los camareros; son más conscientes de lo que hacen y cuando se trata de un amigo, de un verdadero amigo, no lo engañan. Noches pasadas me presentaron a un compatriota, un joven de excelente porte con el cual hice muy buena amistad. Era la hora de comer y le invité a que me acompañara. —Bueno, vamos—me contestó.—Yo le pago después el teatro. Pasábamos por Broadway, por lo más céntrico de “la vía luminosa” (que me perdonen los Epaminondas Rodríguez y los. Temistocles García, poetas andinos, el plagio) y al llegar frente a uno de los mejores restaurantes le cogí del brazo para cruzar hasta la puerta. —No; ahí no—me dijo con cierto azoramiento en la voz.—Iremos a otro restaurante si no le molesta. —A donde usted quiera. Sirven mal aquí, “¿verdad? Usted lo conoce. —Muy mal y... muy caro. Ya lo creo que lo conozco: de siete a una. Y soltó una carcajada. —¿Cómo? ¿Vive usted en el hotel de encima? —No; trabajo abajo, en el restaurante. Soy camarero. Y, la verdad; el servicio es detestable, créame. ; José Albuerne. Nueva York, en el Invierno de 1920. > PÁGINA 23