Cine-mundial (1921)

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CINE-MUNDIAL Meo PLEMNTUD de PLENTIVDES Cuento in por NARCISO ROBLEDAL NA mañana fea de Primavera en que las nubes pardas aglomerábanse sobre la gran ciudad, tapando la luz del Sol. Un viento travieso mo lestaba a los transeuntes con rachas de polvo. Los hombres, inclinadas las cabezas, atendían con ambas manos a sus sombreros, que pugnaban por volar; las mujeres, dobladas hacia adelante, luchaban en vano con el revoltoso Eolo, que ahuecaba sus faldas con maliciosas insolencias, descubriendo intimidades que todavía la moda no permite. Por las calles céntricas abundaban los espectáculos pintorescos; gritos aislados, alguna interjección, carreras, tropezones... Y todo por cuipa del entrometido y violento aire. Hubo curioso que contó diez y siete clases de ligas, desde las sencillas y angostas que también se usan para sujetar las mangas de la camisa, hasta las anchas y bordadas con monogramas galantes. Estos curiosos pudieron, asimismo, enterarse de la generalización de los calcetines como prenda femenina, ya que las terribles indiscreciones del viento, que no se cansaba de hojear todos los volúmenes de las faldas, permitían establecer estadísticas comparativas. En fin, lo que se dice una mañana fea. Sin embargo, la gran ciudad, como siempre, hervía en el humano bullicio; el tráfico de personas y carruajes seguía su curso normal entre oleadas de polvo. En la estación del subway de Union Square se paseaba Eugenia Teruel, una hermosa hispanoamericana recientemente enrolada, como estrella de segunda magnitud, en la constelación cinematográfica de una gran compañía. Su aire distinguido, sus finas maneras y exquisitas sonrisas le habían valido el apodo de La Princesa, nombre que más tarde se generalizó en el público cuando apareció en la pantalla desempeñando un papel en que de veras se le adjudicaba tal categoría. Eugenia tomó un up local, abriéndose paso con no pocas dificultades. Era la hora de las clásicas aglomeraciones y hubo de permanecer cerca de la puerta, en pie y como emparedada entre dos fornidos pechos varoniles, dos jóvenes mocetones que la contemplaban con hipócrita sonrisa de galantería mientras que, aprovechándose de los vaivenes del tren, chocaban sus cuerpos con el de ella, cada cual por su lado, mirando disimuladamente hacia el triángulo del descote. Pero este juego inocente, aunque conocido, no logró incomodar a Eugenia. Se dejó tropezar con la justificación que los pasajeros autorizaban y a las dos estaciones salió de la jaula y desembocó en la calle. —¿Dónde he visto yo esa cara, esa cara tan hermosa?—excalmó en voz alta y como dirigiéndose a un ser invisible, un personaje que se cruzó con ella. —En la pantalla. —¡ Hola! Es posible. El personaje, de cuatro zancadas, alcanzó a la bella desconocida que tan amablemente le contestara. ENERO, 1921 < —Perdéneme usted, señorita — dijo apenas se le emparejó —; pero tengo una duda. —No es mucho tener. Usted dirá. —Gracias... No sabe cuánto le agradezco esta amabilidad de responder a un extraño en plena calle... Mi sorpresa es gratísima, tanto más cuanto que me habla usted en mi idioma, que suena tan bien en esta enorme Babilonia. Su condescendencia, que yo sé apreciar en toda su delicadeza, es de pura cepa españolísima. ¿O no? —Tampoco niega usted la procedencia... ¿O no? — Estoy encantado, señorita, y no sé cómo decirle... cómo expresarle... cuidado al cruzar... tome usted mi brazo... este aire atrevidillo... calza usted como la Cenicienta... muy bien... Decía usted que en la pantalla y eso me hace suponer que es usted artista de Cine... una estrella, vamos. —No tanto como las primeras, pero sí como muchas muy celebradas. —Ya lo creo: no hay más que verla a usted, y con luz propia... la luz de sus ojazos. —Es usted muy galante, pero mucho cuidado. Le he contestado porque... porque, cuando oigo hablar en español, no puedo contenerme, y además porque, por lo... natural de su pregunta. ¿A quién preguntaba usted? ¿A mí? —No; preguntaba... al Cielo del cual usted procede. Le hablo a usted con toda la seriedad y franqueza de que soy capaz; no la confundo a usted con una aventurera galante que no rehusa amistades improvisadas. Conste. Por eso agradezco muchísimo su condescendencia; adivino en usted a una privilegiada por el talento y por la hermosura y esto colma mi satisfacción... Para proceder como caballero no tendré que esforzarme, pues que siempre cumplo como tal; pero pa ra ponerme al nivel de su exquisita amabi-~ lidad haré milagros... Si todo se pega menos la hermosura, yo me siento contagiado por su cortesía. más que un límite: el que usted le imponga. —Habla usted bien y parece sincero. Estas amistades así, de sopetón, tienen su encanto... al principio. No me pesa haberle contestado. —No le doy las gracias; las tiene usted todas, señorita... —Eugenia Teruel, artista de Cine en la iG lbs CL ( —Eduardo Fanjul, soñador... También trabajo un poco cuando no se me contraria mucho y el bolsillo protesta de su inutilidad. —¿En el Comercio? —Si, puede que si. Comercio, cuando puedo, con las ideas; pero siempre con honradez. Soy pobre, pero hidalgo. ¢Se rie usted? —Un poco, no se lastime el hidalgo. —Una dama nunca ofende... Cuidado... ¡Oh, el aire!... ¿Cruzamos?... Yo llevo el sombrero hasta las orejas... Usted es una mujer... la mujer, esa mujer que... —¡¡Puft!! ¡Qué polvareda! Pasemos corriendo. Broadway arriba, a pie para fortalecerse Mi cordialidad no reconoce . con el ejercicio matinal, Eduardo Fanjul acudía a la cita que le diera La Princesa. Una simpatía mutua que aún no llegaba al amor se había establecido entre ambos, en el encuentro del día anterior, aquella fea mañana de polvoy aire. Quince minutos de charla, entrecortada por las frecuentes molestias del tráfico y del huracán. Ella no quiso prolongar por más tiempo la conversación; iba de prisa, a un ensayo; y él, obediente, anotó su domicilio y obtuvo una entrevista. Al darse la mano apretando los dedos, ambos se miraron a los ojos con una sonrisa larga, diciéndose muchas cosas futuras... las cosas eternas de los enamorados, de los propensos, de los que templan las cuerdas de la lira cordial ante los sentimientos que se anuncian, semejantes a los instrumentistas que repasan la partitura momentos antes del ensayo. —Buenos días, Princesa. tá triste? —Eso lo dijo Rubén Darío. Yo, gracias a Dios, puedo decir lo contrario: estoy alegre. —zNormalmente alegre? —Extraordinariamente alegre. —Yo quise preguntar si... —Y yo quise responder que... —Siga usted. —...que mi alegría es extraordinaria. —Mi curiosidad se atreve a preguntarle si existe alguna causa externa, algo o alguien oue haya tenido la ventura de... de contribuir a esa felicidad que resplandece en su rostro. > —Mire usted, Eduardo: ¿no será precipitado, en una segunda entrevista, adelantar los acontecimientos? —Mire usted, Princesa, a veces es aventurado en la entrevista número doscientos cincuenta. Estas cosas del corazón están más allá del tiempo y del espacio. Es cuestión de sinceridad, de querer querer, de magnetismo, de qué sé yo. Nadie lo sabe. Lo sentimos... Yo tengo una teoría, mi teoría. —Su metafísica de Amor. —Algo por el estilo. Es una teoría que no falla cuando se cree en ella. Ni más ni menos. Entonces es una virtud, la primera de las virtudes teologales. —Dice usted muy bien: una virtud. —Luego es usted un virtuoso... ¿practicante, militante? —Adivino su graciosa malicia. Pues bien, sí: militante y practicante. Yo soy un vir-' tuoso del Amor; lo busco; es mi mayor ocupación, mi constante anhelo. ¿Y sabe usted lo que me salva de los frecuentes tropezones que...? —Perdone que le interrumpa. Eso de los tropezones, ¿lo dice usted por el nuestro? —Por todos. Pero hablo en otro sentido, bien lo sabe usted... Decia, iba a decir que siempre me salva mi sinceridad, mi fe. Hay veces en que a medio camino regreso, mas nunca es deshonrosa mi retirada. —Claro; eso es cuestión de... estrategia y será usted fuerte en la materia. —No; me retiro, no huyo. No soy infa > PÁGINA 31 ¿La Princesa es