Cine-mundial (1921)

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lible.. Y cuando esto me ha sucedido yo soy el primero en lamentarlo. —Entonces, con su permiso, yo me retiro. —¿Cómo? ¿Qué es eso? ¿He podido molestarla? —No; simplemente que me retiro para ahorrarle una nueva lamentación. —jOh!, Usted, Princesa, me confunde con Lord Byron, y ni siquiera soy cojo. —Por eso no puedo saber del pie que usted cojea. —Es cierto y es ingenioso, Eugenia. —Lo mismo me ocurrirá a mí, Eduardo. Todos cojeamos algo. —Si, es posible. Me gusta su sinceridad. En boca de una mujer supone mucho. Yo lo confieso... sigo confesándome con usted: he amado muchas veces. Soy un incansable curioso del Amor y busco su plenitud, siempre con la lámpara de la Ilusión encendida. ` —Y esa plenitud, ¿la ha conseguido usted? ¿Cuántas veces? —¡ Ay, qué difícil respuesta!... En realidad, no lo sé. Todas, ninguna. Pero... el vaso nunca se ha colmado, me parece. —Bueno; se habrá vertido... sin colmarse. Usted es peligroso, imaginativo, delicado, noblemente egoísta. A ver si acierto; siga usted siendo sincero. ¿Ha tenido muchos fracasos? —Muchisimos... ¡Ah! No me sorprende su penetración porque yo también reconozco mi perspicacia. Estoy sencillamente encantado de que me haya “leído” por dentro. —Esa no es mala señal. Se conoce que guarda usted cosas que le enorgullecen. —jDios mío, sí! Creo ser poseedor de un pequeño tesoro emocional. —¡ Cuidado! Ahí puede estar el peligro: en cómo se emplee. A muchas personas les hace daño la abundancia del dinero; lo derrochan malamente y acaban enfermos, fastidiados, pobres. Hay que saber administrarse. —Nada tengo que replicar, admirable consejera. Escúcheme. Míreme sobre todo. Léame. Son mis ojos los que van a hablar... Sea usted mi consejera, mi... Míreme, Eu genia. A los ojos, a las ventanas del alma. Sálveme, salvémonos, y que Dios nos bendiga... Nada más. —Eduardo... Ambos, lentamente, mirándose a los ojos, se estrecharon las manos sin decirse una palabra. Pasearon por la orilla del Hudson, muy CINE-MUNDIAL despacio, unidas las manos, deteniéndose con frecuencia para recrearse en la contemplación del panorama. Su conversación era vulgar, lánguida, a intervalos. Hablaban como dos buenos camaradas que pasean para disfrutar de un espectáculo natural, bajo un cielo benigno. Tal parecía que todo estaba dicho entre ellos. Tan henchidos estaban de su amorosa correspondencia que ni un “te amo” asomó a los labios ansiosos; y Cuando, sentados frente al río entonces manso, aproximaron sus rostros para buscar el beso — ese primer beso de amor, primera estrofa del poema — suspiraron y sonrieron como dos niños grandes que jugaran silenciosos. —Bien; eres mi Princesa, la Princesa de Fanjul — habló él, deslizando sus palabras muy cerca del pabellón de la orejita de Eu genia—. ¿Te gusta el título? —: Y tú? ¿Cómo te he de llamar a ti? —Pues... es muy sencillo: el Príncipe consorte. —Me gusta el título y me gusta lo que significa para los dos. Eduardo levantó sus ojos y puso sus ma nos delicadamente sobre las mejillas congestionadas de Eugenia, alzando su rostro como para que contemplara el Firmamento. Una sombra de carmín denunció el rubor que la embargaba. El cuello, tenso, blanco y fino, erizósele de apenas perceptibles puntitos vesiculares, y más abajo, a raíz del descote, dos como palomas agazapadas en su nido se esponjaban al compás de una respiración violenta. —Mi dulce y bien hallada compañera, disfrutemos de estos momentos únicos rezando las inmortales estrofas del poeta: “Los invisibles átomos del aire en derredor palpitan y se inflaman; el Cielo se deshace en granos de oro, la Tierra se extremece alborozada... Oigo flotar, en olas de armonía, rumor de besos y batir de alas... Mis párpados se cierran... ¿Qué sucede? ¡Es el Amor que pasal” —Que pasa—repitió ella suspirando. Sus labios, delgados y húmedos, arqueáronse con esa monería sentimental reveladora de tantas palabras que se quedan; algo como rocío mañanero brilló al borde de sus pupilas, luminosas por el sol de una felicidad que se abría ante su porvenir, como un gigantesco abanico de colores... El arco-iris de una gota — de una lágrima — atravesada Enero, 1921 < por el rayo de luz de los ojos de Eduardo. —¿La Princesa está alegre?—le musitó él con-mimo delicioso. —No, Príncipe mío; estoy triste; pero mi tristeza es de una melancolía inefable... De una melancolía que equivale a... ¿cómo te diré? NO me lo digas. Siéntelo. Mirame... Así, así. ¿Ves? Ya me lo has dicho todo, todo. Y yo también. —¿No sientes tú como si nos balanceáramos en una nube? —Oye, ángel de mi guarda: creo que se me olvidó decirte que te adoro. —Yo las he contado: me entregué a ti cuarenta y siete veces en esta hora, en estas dos horas, en este minuto. La medida del tiempo, ¿es igual para los enamorados? —No; Cupido y el Tiempo riñen con frecuencia. _— ¿Qué será? Te veo mejor cerrando los ojos. : —La capacidad de amar es cultivable; pero, ¡qué pocos llegamos a la plenitud! —¡Ah! Filósofas. — Sí; desvarío. ¡Qué hermosisimos disparates se me ocurren a tu lado! —Y yo pienso tantas cosas, siento tantas cosas a la vez... Para mí esto es la sorpresa de las sorpresas... Antes de ti, nadie; después de ti, la muerte. —Calla y bésame, no te adelantes... ¿Sabes por qué nos cobija la desventura con tanta solicitud? Porque nos adelantamos, y eso está prohibido. Sólo nos pertenece el presente. ..; todo es presente. ¿Me entiendes? —No; pero estoy convencida, Eduardo, Príncipe mío. —Te basta, nos basta. Permanecían sentados, discretos, sonriendo y mirándose. Estaban seguros de su mutua nosesión, de la inteligencia perfecta que les unía, que les uniría para siempre. ¿Para siempre? Eugenia Teruel, la Princesa de Fanjul, había recibido una esmerada educación en Europa. Hija de un ex ministro sudamericano que desempeñara embajadas durante largos años, fué internada en un colegio de Bruselas para luego ser trasladada a Madrid, donde cursó estudios literarios y artísticos. Desde muy pequeña llamó la atención por su brillante desarrollo imaginativo y por la gracia natural con que sabía conducirse en sociedad. Un pretendiente, compatriota adinerado, recibió una sonrisa con una negativa; y al quedar huérfana dos años después,:sola y sin recursos, regresó a su patria al amparo, no muy seguro, de una tía. A los cinco meses nuevamente se halló sin familia, y entonces tuvo que librar verdaderas escaramuzas para espantar a la multitud de pretendientes que la solicitaban, no todos con rectas intenciones. Algunas semanas después se instalaba en Nueva York y lograba ser admitida en una gran Compañía Cinematográfica. Eduardo Fanjul, español, rodaba por América con es2 risueño fatalismo, un poco árabe, del que se deja arrastrar por la vida. No iba nunca hacia las cosas difíciles que significaban esfuerzo, voluntad decidida; apenas si se enfrentaba con las fáciles; dejaba que los acontecimientos lo empujaran, colocándose al sesgo. Era naturalmente bueno, incapaz de cualquier ruindad de las corrientes, d> las que producen pequeños beneficios. —Yo juego mi vida sin trampas. No me va bien, pero no me va mal — solía decir —. Prefiero ser bueno; lo encuentro más cómodo, más... decente, más: distinguido. Es cuestión de aseo espiritual. Habiendo llegado a esta ciudad a la ventura, a la ventura vivió, discurriendo por todas partes con el simpático desenfado de un rentista. Por fin, y por aquello de curiosear en los negocios, se estableció con un compatriota, montando una oficina de exportacio > PÁGINA 32