Cine-mundial (1921)

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tro de dos semanas nos casaremos; ya sabes que lo mio es tuyo, y si algo te hace falta... —Nada necesito; estoy muy bien; el trabajo me distrae y además, no teniendo ocupación, te distraería demasiado, y tú necesitas el tiempo más que yo. No te apures; dentro de dos semanas... Y dentro de dos semanas precisamente recibí un telegrama urgente de mi familia. Mi madre se hallaba gravísima y solicitaba mi presencia para bendecirme. Miré el reloj. Disponía de catorce minutos para tomar el primer tren, y con una maletilla de mano corrí a la estación y me metí en el coche al tiempo que la máquina arrancaba rumbo a San Luis, mi tierra natal. Por el camino dirigí un mensaje a mi novia, explicándole mi repentino viaje. Espera nuevas noticias más — le escribí — y entonces te enviaré mi dirección para que me contestes. Mi madre vivía aún, y tuve el consuelo de recibir su bendición antes de que exhalara el último aliento. Es natural que, durante los dos días que se siguieron a su fallecimiento, mi ánimo perturbado se olvidara de telegrafiarle a Adda. Mejor dicho, no se me olvidaba; pero las ceremonias religiosas y las atenciones sociales a que tuve que dedicarme, no me dejaban punto de reposo para escribir la fatal noticia a mi prometida, hasta que, al tercer día de mi estancia en la casa paterna, ya más sosegado y con menos ocupaciones, le envié un telegrama anunciando mi regreso para el día siguiente en la noche... Total, seis días sin verla. A la mañana siguiente de mi llegada tuve que ocuparme de algunos encargos relacionados con intereses de mi familia y a las cinco de la tarde ya estaba listo para visitar a mi prometida. Mi ansiedad por verla era tanto mayor cuanto que, realmente, yo necesitaba como nunca encontrar alivio a mis penas en el regazo de ella. Pasaba de las cinco cuando entré en el restaurante, yendo derechamente a sentarme en una de las mesas del fondo, que ella ya conocía. Apenas me instalé y ya demostraba mi impaciencia, mirando en todas direcciones. El local era largo a la entrada y luego, al fondo, se extendía otro salón en sentido horizontal. é Andará por las mesas del primer salón — pensé — o acaso se hallará en la cocina. Y esperé unos minutos, al cabo de los cuales una camarera se dirigió a mí. —¿Ya le sirven? — me dijo. —No — le contesté —. Espero que venga Adda, la del brazo... Y me detuve, asaltado por una delicada discreción. —Adda... no sé quién es; yo estoy aquí desde esta mafiana. —Muchas gracias; esperaré; seguramente no tarda en aparecer. Pasaron cinco minutos más. Mi impaciencia iba en aumento. A ver si no ha venido esta tarde — pensé. Una camarera, a quien conocía de vista, pasó a mi lado y aproveché la oportunidad para preguntarla: —Perdóneme usted. Le agradecería que avisara a Miss Swint... Aldda Swint. Supongo que estará dentro. La camarera, en tanto acoplaba en su bandeja tazas y platos, me contestó deteniéndose un momento: —Miss Swint... ¡ah! sí, ya recuerdo; pero me parece que no ha venido hoy. Voy a preguntar. Y se alejó. Junio, 1921 < CINE-MUNDIAL Cuando de nuevo se acercó a mi mesa se limitó a decirme: — En efecto; no ha venido hoy Miss Adda. Le di las gracias y tomé mi sombrero. Iré a su casa me dije —; acaso estará un poco indispuesta. — «Cheque? — me preguntó la cajera al salir. —Perdóneme; no he tomado nada. Vine a preguntar por una persona, por Miss Swint, la camarera. ¿Acaso puede usted informarme? Sorprendí en la cajera un gesto brusco. Me miró fijamente y luego, con tono perentorio, como el que quiere salir pronto de un mal paso, me contestó mientras golpeaba con un dedo en una tecla de la caja para realizar un cobro: —Malas noticias. muerto. De un salto me encontré a la vera de la empleada y le cogí con fuerza una muñeca. — Qué dice usted? — le grité. —jOh! ¿Qué le sucede? Déjeme usted... yo no sabía... no podía presumir. —Hable usted, por Dios; dígame usted qué noticias tiene. Recuerdo perfectamente que de todas las mèsas se habían dado cuenta del incidente. Algunas personas se habían levantado, acercándose a nosotros. También las camareras me contemplaban asustadas. —Escuche usted... le vuelvo a repetir... yo no sabia... en fin... —Hable, hable usted, por Dios — apremié yo, más con la actitud que con los labios. —Hace cuatro días... sí, cuatro días hizo esta mañana, se recibió aquí un oficio del Juzgado de B., pidiendo informes acerca de... ella... si se le conocía alguna familia. — é Pero...? —Muerta repentinamente — exclamó la cajera dando un paso atrás como si temiera mi acometida. Salí a la calle como un loco, sin querer escuchar más. Hacia un frio horrible... Pensé, con insano delirio, en que los que moran en los cementerios no padecen frio, como dijo en forma parecida |__| Me parece que se ha ¡Muerta! ¡Muerta Adda! ¿Qué había pasado, Dios santo, qué había pasado en los seis días de mi infortunada — doblemente infortunada — ausencia? Y los cabellos se me erizaron, semejantes a púas: de alambre cuando, caminando a la ventura por no sé dónde, ¡pensé en la posibilidad... en la probabilidad de un falso fallecimiento, de un segundo ataque cataléptico. .. (Stanly bebió, de un trago, el contenido de un vaso y mordió el cigarro hasta quedarse con un buen trozo entre los dientes... Estaba nerviosísimo y me inspiró verdadera lástima... Continuó:) No sé cómo... no recuerdo, ni quiero, las investigaciones que hice para cerciorarme de su muerte. Todo era verdad, todo... Había muerto de repente en su casa, la misma tarde que yo partiera para San Luis, y había sido enterrada en el cementerio de B., abajo en la ciudad, y pude conseguir, después de tremendas entrevistas con las autoridades, un permiso para una extraordinaria revisión. Renon —Acabe usted de una vez — le supliqué vo, en el colmo del espanto. — Pero... el desenterramiento, a última hora, fué terminantemente prohibido por orden especial de la Dirección de Policía... La Ley, la Ley brutal me la llevaba con la duda a cuestas... Habían pasado ocho, creo que nueve días, y no era posible, humanamente posible, esperar una “resurrección” después de tanto tiempo porque el oxígeno de un ataúd se conviente en hidrógeno a las dos horas, si hay “alguien” que lo aspire. —Es tremendo, tremendo —le dije verdaderamente impresionado—. Comprendo los sufrimientos que le embargan. —¡ Y que haya que vivir en estas condiciones! — gritó él con un acento reconcentrado que me alarmó. —No queda otro remedio; hay que vivir hasta que la vida se acabe. Es nuestra obligación, por dignidad, por... —...de un salto me encontré a la vera de la empleada... > PÁGINA 403