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CINE-MUNDIAL
El Hombre que sabe comer Macarrones
ESDE que mi sensibilidad se hizo lo suficientemente sedante para permitirme apreciar y amar las cosas artísticas, he sentido un todopoderoso
deseo de conocer a un hombre que supiera comer macarrones. No quiero decir precisamente comer macarrones en el raso sentido gastronómico de esa especie que borda con crochet macarrónico un argumento, tragando y gesticulando a lo loco, mientras discute la super-belleza de “Il Piccolo Marat” al compás de un tenedor de freír, una cuchara de sopa y el tintineo y burbujeo de una copa y una botella de chianti.
Mi hombre había de ser un artista en la materia. Uno que usara del plato nacional italiano, como un verdadero escultor usa del barro; que jugara con él, le hiciera trampas; le hablara, ya con dulce ternura, como a una amada que estuvo ausente largo tiempo, ya como a una arpía; que le entusiasmara, le hiciera rabiar, lo electrizara, le encocorara con su fría indiferencia, le hiciera sobresaltarse repentinamente... y se lo comiera.
Y por fin he topado con El Hombre que Sabe Comer Macarrones, y se lo presento a ustedes: Monsieur Max Linder, a quien se han hecho muchas loas por múltiples atribu
Linder, en compañía de Reilly, estudia la
página de modas de CINE-MUNDIAL
tos que le adornan, pero no por su gentilísimo arte de engullir macarrones, de cuyo descubrimiento estoy orondamente orgulloso. Porque, ¿quién, en realidad, ha descubierto a Max Linder? Modestamente me detengo para contestar a esta auto-pregunta. Yo mismo. almorzando por episodios, con comentarios, subtítulos y todo, en el “Café des Beaux Arts”, y después de pe
lar a mano y dientes todas las chuletas de
Junio, 1921 < == = —
istábamos
Por GUILLERMO J. REILLY
un cordero, Mr. Linder entró en el clímax del drama con el episodio de los macarrones. iY a fe que contenía rollos aquel episodio! Pero como dejo dicho, las dilatadas, serpenteantes cuerdas trigoriferas eran para Max como para el escultor el barro, o como las teclas obedientes de un piano para Paderewsky. La escultura ha sido llamada no sé por quién “música congelada”. El macarrón, en manos de Max Linder, en forma y acción, era un vals lento, un agitado San Vito, un jazz calenturiento o un cambiante tango, ora febril, luego somnoliento.
Algún día, cuando yo tenga más cacumen que dinero, estableceré una cátedra de co
mer macarrones en mi Universidad. Y si una Cátedra no fuera suficiente, regalaré
también un comedor, y un cubierto sin cuchillo. Nada será obstáculo a mis altos propósitos.
Y en cuanto al antes mencionado San Vito (shimmy), debemos dejar aquí inmortalizado, para honra de Terpsícore, el hecho de que Max Linder conoce más de la temblorosa danza que lo que dejan dicho todos los textos escritos. En su más reciente comedia, “Casémonos”, estaba él a punto de enyugarse a la carreta matrimonial con la preferida de su corazón. Cuando se disponía el sacerdote a pronunciar la sentencia de esclavitud eterna, el desdeñado rival entra en escena, y en ella lanza un arisco ratoncito blanco que eligió en seguida los pantalones de Mr. Linder por salvadora covacha y emprendió el ascenso hacia la cintura. Y aquí comenzó el San Vito. Si los maestros de shimmy de las tribus Zulús hubiesen visto a Max Linder batir su temblequeo de los pies a las orejas y de la frente a los tobillos como en esa ocasión lo hizo, indudablemente le habrían electo danseur real de la tribu, con pensión de cien esposas de tres aros en nariz.
En el “Café des Beaux Arts” me hizo Mr. Linder la historia de otra danza que bailó recientemente en Los Angeles. Fué en un banquete que en su honor diera Charles Chaplin cuando Max se dispuso a venir a Nueva York. Charlie tenía una de esas famosas orquestas de música brava (Jazz band). Había doce invitados al banquete, entre ellos May Collins, Maurice Tourneur y otros autores y estrellas. Cada uno tenía que hacer un “solo de baile” al compás de la música que se le antojara a la orquesta tocar. Charlie bailó al compás de un clásico paso lento con las alteraciones de regla, y cuando tocó el turno a Max, se halló ante la labor de bailar a los sones de una flauteada, movida, enrevesada y extemporánea Canción Primaveral.
Luego se encargó a cada uno de los actores presentes poner en escena una charada original. Max empezó el programa con una charada que titulaba “El Miedo Invisible”, que se suponía acontecer en “El Club de los Suicidas”, benemérita institución que se complacía en anunciar que, cualquier echado a perros que deseara suicidarse y careciera de valor para hacerlo, podía acudir al auxilio de sus socios, garantizándosele que no atravesaría de regreso los umbrales del Club de otra manera que no fuera tieso como todo cadáver que se respete. La supuesta escena de “suicidio” en las cámaras secretas del
Club fué tan alborotada, hubo de gritar tanto el suicidado, que Max perdió su clara voz y quedó afónico toda la noche. Chaplin correspondió con una escena entre un borracho y su esposa. La esposa era una arpía, pero esa noche su báquico marido sentíase tan samsónico, que tuvo la osadía de decidirse a pasar la noche en el hogar conyugal. Se quitó el gabán, y su esposa fué a guardarlo en el ropero; abrió la puerta, miró al fondo del guardarropas, y cayó de espaldas al suelo, estirada e inconsciente. Asombrado ante aquello y queriendo averiguar qué visión pudo haber causado el desmayo de su mujer, Chaplin se dirigió al ropero para investigar el caso personalmente. El, también, atisbó el fondo del ropero, y, tan tieso como aquélla, cayó sobre su esposa... y... Telón. Cuando preguntaron a Chaplin cuál era el título de la pantomima, se rascó el cogote unos segundos y repilcó: “Misterio”.
Max celebraba su propia historieta de la fiesta con carcajadas estruendosas. El mí
mico francés tiene en muy alta estima a Chaplin. Durante su estancia en Los Angeles, Max y Charlie se hicieron muy amigos. Linder lucía en los puños de la camisa de seda unas yuntas de platino que Chaplin le rega
—Retaré al vencedor de la pelea entre Carpentier y Dempsey—dice Max a Reilly.
lara cuando Max se dispuso a venir a Nueva York.
—Charlie Chaplin es un artista — decia.— Yo creo que es el más grande artista de la pantalla.
Dije a Mr. Linder que opinaba que el incidente del ratón en su última película era un gran acierto cómico.
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