Cine-mundial (1921)

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va Por Jose ALBUER / eN fy Me =— NA racha de fuego, una ola caliente ha querido visitarnos estos días, sin preocuparse de las personas que no disponemos de trapos ligeros, de un automóvil-ventilador y del dinero suficiente para remojarnos en una playa. El barómetro “acusó” noventa grados, exactamente el calor que se necesita para pasar huevos por agua; los helados que nos sirven por ahí, en boticas y restaurantes, se derriten enternecidos apenas les echamos la primer ojeada, y a los dos minutos adquieren ese aspecto poco agradable que presenta la sopa de espárragos; la gente anda por las calles medio sonámbula, jadeando a lo perruno, el saco al brazo y la camisa empapada en sudor; los teatros y cines, a pesar de los ventiladores, que no logran despejar la atmósfera, son estufas como las de los baños turcos, y una general sofocación enerva nuestros ánimos hasta el punto de olvidarnos de la crisis. Sin embargo, el calor que sufrimos nos hace más comunicativos, más humanos, más confianzudos. Todos nos miramos pasar con ojos de carnero degollado, bufando fuerte y haciéndonos signos de inteligente solidaridad, como hermanos que somos de una cofradía a quien, por igual, el clima se complace en poner a la parrilla. Todos sudamos como condenados, ellas y nosotros, con la ventaja para ellas de que pueden, en el sacro nombre de la Moda, exhibirse con un volumen de ropa que caería en un puño apretado, de tan “aérea” como la gastan, mientras que los varones nos vemos obligados a cargar una serie de prendas inútiles y ciertamente poco estéticas. Funcionan por los barrios las mangueras municipales, aligerando de barniz a las masas juveniles y el Mayor Hylan dispuso que se abrieran, en determinados lugares de la metrópoli, baños públicos y gratuitos para evitar congestiones y desvanecimientos, y los parques son ahora colmenar de asilos nocturnos donde pernoctan numerosas familias sudorosas, tumbadas por la hierba, la mayoría inmóviles, panza arriba, contemplando con mirada opaca el estrellado y caliginoso firmamento. Cumpliendo con los deberes de la amistad, 1921 < AGOSTO, CINE-MUNDIAL 4 el cronista trató de divertir a una american-girl noches pasadas. —Bueno, ¿a dónde diablos vamos con los noventa grados a cuestas? — le preguntamos a la simpática ciu dadana. ; —Primero a cenar, will you? —Si, I will; cenaremos. Una en salada muy grande para cada uno y un helado doble, ¿no? — Well; pero habrá que intercalar algún plato fuerte. A mí el calor me abre el apetito, y como hoy apenas he “luncheado”... —¿Por qué? ¿Muy ocupada? —¡Oh, no! Es que cuando me convidan me “reservo”. —Gracias por la franqueza — le contestamos palpándonos con sobresalto los billetes por encima de la ropa. Vamos a... ¿A dónde quiere usted que vayamos a cenar? —Well; al Claridge; will you? —AMI right; I will. Después de cenar (siete cincuenta) le propusimos a la amiguita, cuya faz resplandecia de sudor y de satisfacción, un paseíto económico por el parque central, yendo y viniendo en un “bus” para mejor refrescar. —Bueno; pero en el Criterium están poniendo una película muy interesante y me gustaría verla. —Está bien, pero nos vamos a freir. —¡Oh! Hay muchos ventiladores, my dear. Y la muchacha nos sonrió, apretándonos la mano húmeda. Fuimos al teatro, que fué como meternos en la boca del Infierno, y nos acomodaron entre una señora de doscientas veinte libras y un caballero que recudía constantemente el pañuelo. La dama no cesaba de reírse a carcajadas, de un modo intempestivo y ruidoso, salpicando de gotas la calva del espectador delantero, en tanto que el enorme fuelle de su busto chapoteaba en un continuo flujo y reflujo. Nuestra compañera, atenta a las cosas de la pantalla, parecía una esponja nadando en una jofaina, y el que suscribe tenía el almidonado cuello adherido a la piel como si fuera un parche poroso. Cuando la luz se “hizo”, las calvas de los espectadores simulaban un cultivo de calabazas regadas con aceite humeante. Dos horas, dos horas mortales permanecimos en la estufa teatral, cocidos en nuestra propia salsa, y cuando salimos a la calle respiramos con algún alivio, dirigiéndonos a tomar helados, la única mercancía que, en estos días de doble crisis abrasadora, ha subido sus acciones con la rapidez con que ascendió el barómetro. El tráfico todavía no, pero la mayoría de los negocios han paralizado en un cincuenta por ciento sus actividades, sobre todo ¡ay! las negociaciones peliculares. Cuatrocientas oficinas de esta clase han cerrado sus puertas, y hay que ver, por las esquinas de Broadway, las faces alargadas de los actores en huelga y el número creciente de coristas en vacaciones forzosas, paseando su aburrimiento por hoteles y restaurantes a la husma de algún primo, más o menos sanguíneo, que se atreva ¿a distraerlas con platos fuertes, teatros y helados. Hay quien, cuando se ve atacado de uno de estos compromisos irresistibles, refresca instantáneamente, quedándose frío a pesar de la temperatura; porque — digan lo que quieran los barómetros — no existe nada tan so focante como llevar los bolsillos desabrigados. Esto, aunque parezca paradójico, es bastante más cierto que los precios alcanzados por algunos argumentos famosos utilizados en el cine. Los cuales, como los helados en estos días, se derriten apenas les toca el sol de la verdad. Y que CINE-MUNDIAL nos perdone esta intromisión por sus campos profesionales. Acaso divagamos. Y es que con esta temperatura se nos han reblandecido las ideas, las pocas ideas que se necesitan — gracias a Dios — para andar por estas tierras de multitudes grises, “municipales y espesas”, como dijo, en otra ocasión, aquel chato y negroide genial que se llamó Rubén Darío. Punto y a bañarnos otra vez. El Hombre sin Corazón. Por CARLOS BALDOMIN S un varón, un lindo muchachito, pero creo que está muerto — dijo en baja voz la comadrona, para no alarmar a la madre, que reposaba, desencajada y pálida, entre cortinas y almohadones. En efecto, el recién nacido no había lanzado el chillido de iniciación en la vida. Inmediatamente el médico lo tomó entre sus manos, amplias y blandas, le dió varias palmadas y puso el pecho del bebé cerca de su oído. El chico gritó larga y fuertemente. —Es extraño — exclamó el galeno; — vive, pero no siento el latir de su corazón. Y examinado que fué el niño por los sabios médicos de la ciudad, se comprobó, con asombro, que no tenía corazón. E RR * Así creció, fuerte y lozano, como un joven roble; sano y tranquilo; satisfecho y quizá feliz. En su semblante no se vió nunca ni el gesto doloroso de la decepción que mata, ni la intensa arruga de la preocupación que abate, ni el acibarado rictus de la amargura torturadora. Ni la risa alborotada ni la lágrima candente transformaron nunca, por un momento siquiera, la impasible glacialidad de su faz. Su rostro no trasparentó un reflejo de entusiasmo vibrante. de pasión ardorosa, de cólera o de despecho. Igualmente frío, uniformemente ecuánime, su carácter tuvo siempre la impecable invariabilidad de las montañas, su rostro el aspecto hermético e incomprendido de los dioses y su ademán la serenidad grave y viril de los espíritus fuertes. Ni la pasión lo arrastró ni lo dominó el vicio. Probó de los frutos todos sin hartazgo. Bebió en todas las copas sin embriaguez. Nunca entusiasmos generosos, sensibilidades sumas, ideas de patria, de religión, de partido, lograron despertar en su espíritu un ímpetu que hiciéralo vibrar en emoción suprema. Cuanto se hizo por conseguirlo fué inútil. Hubo que dejarlo. El hombre aquel no tenía corazón. Y así discurrió, en medio del agitado vivir de sus contemporáneos, expectando — abroquelado por su indiferencia, indemne al contagio — la lucha de los humanos por escalar la muralla de la existencia; bregando unos por la gloria, por la fortuna otros, algunos por el amor, casi todos por el interés, por la falsa figuración, por el postizo relieve, en tanto que las virtudes cívicas y morales naufragaban en vergonzoso abandono. Normó su vida dentro del marco de su ideal y la acerada órbita de su voluntad. Ni alardeó de cínico ni pretendió crear fama de puritano. Confió sólo en sus propias fuerzas y arrolló a su paso, sin contemplaciones inútiles, a los que, débiles para oponérsele, pretendieron ser valladar en su camino. No hizo el bien a trueque del aplauso de la multitud. No causó daño ni permitió (Pasa a la página 588) > PÁcINA 550