Cine-mundial (1921)

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CINE-MUNDIAL Un Disco de Cer y Carus Por FRANCISC UESTROS abuelos tuvieron a la Patti y a Jenny Lind, sinsontes cuyos trinos se perdieron para siempre, como se perdió hasta el eco tonante de los aplausos de toda una generación entusiasmada por aquellas voces de las que sólo queda la memoria. La juventud todo lo atropella. Y una nota, vibrante en el aire, sólo persiste mientras tiene resonancia en los corazones. Cuando pasaron los viejos, la nota pasó también—estrella fugaz apagada por la noche de los tiempos. Pero mosotros, la generación presente, tenemos a Caruso. Y por un milagro de cera y goma, por un portento que tiembla en la punta de una aguja, la voz magna del tenor quedará encerrada en la bóveda de la inmortalidad. Y la escucharán nuestros nietos y nuestros choznos. Y sabrán que, si aplaudimos, si sentimos el entusiasmo estético en toda su fuerza, fué SEPTIEMBRE, 1921 < porque el cantante napolitano que acaba de morir, llevaba en la garganta las más dulces, las más potentes, las más bellas notas que haya oído el mundo, de Tamagno para acá. Y ellos, los del porvenir, los que desentrañarán de un disco fonográfico el caudal cristalino de sus canciones — sarta de joyas que un vetusto alhajero derrama — aplaudirán también. Y, en tratándose de Caruso, un disco edisoniano es mejor monumento que una estatua de Carrara. 2 Extraordinaria fué la magnitud de su poderosa voz, pintoresca su carrera en las tablas, extraña la manera cómo entró a las lides musicales e interpretativas, famosas sus empresas dentro y fuera de la ópera y sin igual en los anales del mundo las sumas fabulosas que cobraba por cantar en los Estados Unidos y el resto del continente. Sólo esos detalles serían bastantes a darle un si tio especial en las vastas e inaccesibles salas de la fama. Pero, consagrado además por la crítica y por la gran masa popular, idolatrado por sus compatriotas, mimado por la fortuna, Caruso ha dejado una estela singular, que envidiaría más de un conquistador. A los princiipos de su carrera, Caruso fué múy discutido. Aun en el apogeo de su popularidad, muchos le echaron en cara que no era artista, que gustaba de halagar a las galerías, que tomaba a chacota sus propios papeles y que usaba de su garganta no como un fino instrumento musical, sino como una maquinita para hacer notas... y para hacer dinero. Es que Caruso, en primer lugar, era un hombre común y corriente, con sus vanidades y su instinto mercantil, su afición a las bromas y sus humanas debilidades. Y, además, aunque italiano hasta la médula de los huesos, nunca podía olvidar que fué Nueva York la que lo elevó a la cúspide, la que le dió trono de oro, la que con su trompetería ensordecedora hizo saber al mundo que, en su teatro de la ópera, en el Metropolitano, escuchaba todas las noches “al más grande tenor que hubieran conocido los tiempos”. La populachería no fué privilegio exclusivo de Caruso. Aun entre otros tenores de fama semejante a la suya, hay ejemplos—todavía más clásicos —de un arte sacrificado en aras de una ovación barata. Y si es cierto, porque nadie puede negarlo, que sus dotes de interpretación no siempre corrían parejas con la belleza de su voz, en cambio nadie puede negar que era un trabajador, que jamás rehusó cantar tales o cuales papeles, que estudiaba a conciencia todos ellos y que—al revés de ciertas divas excéntricas—era esclavo del público, con quien no se permitía más libertades que las de su propio buen humor. Enrico Caruso -nació en Nápoles el 27 de febrero de 1873, de modo que tenía cuarenta y ocho años cuando lo sorprendió la muerte al cabo de una serie de operaciones quirurgicas, de las cuales CINE-MUNDIAL habló en su oportunidad. El famoso cantante no era de origen tan humilde como la leyenda ha pretendido. En la abigarrada miseria de las callejuelas napolitanas, no se vieron sus pies descalzos ni sus ropas harapientas. Ni hubo un maestro que descubriera su voz de oro—como joya entre el fango—y lo sacara de allí para llevarlo a la Fama. El padre de Caruso era mecánico y, además, inventor, y hombre de gran talento. De él heredó sin duda Enrico sus dotes intelectuales. Predestinado a seguir la carrera de su padre o a estudiar la ingeniería, Caruso no se conformaba con su suerte. A los once años, aficionadísimo a cantar y con hermosa voz de contralto, hizo sus primeras armas en el coro de la parroquia de Santa Ana, en su ciudad natal. Quince años contaba cuando murió su madre y, resuelto a llegar a ser cantante o actor, el joven abandonó el hogar paterno y comenzó la larga, penosa y complicada peregrinación de todos los artistas. El hambre fué, a menudo, su compañera de odisea, y ¿qué duda cabe que también veló el desengaño junto a su lecho de insomnio? a A los dieciocho años, por una ironía del destino que más tarde le había de hacer son > PÁcINA 610