Cine-mundial (1921)

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| | ¡Llegó el Vapor! Por SERGIO VILLA VALENCIA UE LLEGA UN BARCO! Viee ne de cruzar lejanos mares, de la | India, tal vez, o del Pacifico me ridional, o del Atlántico anchuroso. Para los habitantes de las grandes ciudades-puertos, ya sean Londres o Nueva York, Buenos Aires o Singapoore, no hay acontecimiento más común que la llegada de un buque a sus muelles. Y, sin embargo, en el arribo de un barco procedente de lejanas costas hay bastante de lo romántico y mucho de curioso; se me antoja que hay tal derroche de emociones y tanto latir de corazones como en una declaratoria de guerra en nuestros días. Ayer al mediodía, salí en busca de un rato de solaz a esa breve hora de libertad que rompe el tezón y la monotonía de la servidumbre diaria en una oficina comercial neoyorquina; satisfechas fueron las necesidades de un abusado apetito, que recibe, no cuando pide, sino cuando se le puede dar, pues casi siempre falta en Nueva York... tiempo, o lo que fuere. Pues bien, ayer, a esa hora que parece contener menos minutos que las de trabajo, al extremo de una de esas callejuelas tortuosas de la ciudad baja que se abren hasta los muelles, alcancé a ver la gran mole blanca de un navío que entraba en puerto. Una curiosidad irresistible se posesionó de mí y me llevó, como de la mano, hasta el mismo espigón, a donde ya arrima` ba el enorme retador de los mares. El navío era uno de esos espléndidos productos de la arquitectura naval moderna, rico en elegantes curvas y de una majestad casi imponente. De las turbias aguas de la bahía se destacaba como un gigante cisne, y, con el mismo donaire del rey de los palmípedos, avanzaba lentamente, impelido por un par de remolcadores que, a su lado, parecían pichones tratando de acurrucarse bajo el materno plumaje. Un torbellino de humo negro que brotaba de la roja chimenea formaba como un gran copete que hacía más imponente su aspecto señorial. A un silbido estridente de la sirena, los remolcadores que lo hociqueaban hacia el lecho, cejaron de su empeño, se retiraron, y huyeron como regañados. SEPTIEMBRE, 1921 < CINE-MUNDIAL Í O | itt ay ) Un ambiente muy raro en esta atmósfera neoyorquina de hulla y ruído enervante, ambiente de ráfagas que al herir el olfato evocan en la mente las selvas y sementeras tropicales, flores silvestres y perfumes desconocidos que forman algo así como el alma del querido terruño natal, aun antes de que pudiera leer el nombre formado por doradas letras enclavadas en lo alto de la proa, me reveló su procedencia: era el “Zacapa”, de la gran flota blanca, y venía de Colombia, cargado de exquisitos bananos y jugosas piñas olorosas. En mi mente se desencadenó un verdadero huracán de emociones. Estados de alma presentes luchaban abiertamente por conservar su predominio amenazado por recuerdos pasados, por emociones que yo hacía borradas para siempre y suplantadas por otras al parecer más intensas, por lo reales y crueles a la par. El río de mi pueblo, con su alma de paisaje, que más de una vez me hizo preguntar a mi padre al vagar por sus riberas, por qué no andábamos por aquella roja vereda que se veía allá en el fondo, por donde iba el otro señor con el niñito, y cuyos eran la vaca y el becerro tan parecidos a “Estrella” y a su ternerito que pacían “allá debajo del río”. La cordillera azul en lontananza y las lomas morenas más cercanas, donde mis ojos infantiles buscaban ávidos las manadas de venados, cuando por las tardes me llamaba mi madre a ver “el sol de los venados”. El cacaotal sombrío y de tibio ambiente cargado de raras fragancias de manduro y algarrobo. La barbacoa rústica, cubierta de hojas secas de plátano, donde era mi deleite comer arepas con miel bajo la fronda bonancible de los naranjeros. Las palomas torcaces que se agolpaban en derredor mío a picar las migas que les arrojaba de mala gana. Los azulejos, los colibríes iridiscentes, los picudos “dios-te-dé”; y los papagayos, ¡ah! los papagayos vocingleros perchados en lo alto de las palmas de “chontaduro” picándose e insultándose en intensa algarabía por lograr acceso a los rojos racimos “No” Primitivo, el viejo negro de callosas manos, cabeza de algodón desmotado, pero de corazón más puro que el rocío de la mañana; los indios, desnudos y pintados, y las indias de esféricos senos, bellos como son bellas las flores de la selva... Todos estos recuerdos de la infancia se agolpaban en furioso escudarón y parecían disputar la supremacía a las sofísticas emociones y recuerdos de esta existencia artificial llamada civilización, en cuyo vórtice he pasado más de una decena de mis mejores años. ¡Oh, deleitoso arrobamiento, sueños de despierto, añoranzas del alma cansada y desengañada que en mi ser habita! Fué necesario el empuje de una multitud de grasientos y malolientes braceros que me rodeaban, ante la arremetida de un mastodóntico policía que trataba de despejar la vía, para sacarme de mi trance con fuerte bamboleo y hacerme dar cuenta de que me hallaba no en mis queridos y apacibles lares tropicales, sino en la febril metrópoli de Norte América, donde no es dable ni prudente soñar despierto, ni pensar en nada bello. à Los pasajeros empezaban ya a descender por la escala. Rostros de todos los matices, desde el rojo-pimiento del norteamericano requemado por el sol de los trópicos, pasando por todas las tonalidades del triguefio hasta los muy blancos y los que son blanquísimos en los negativos fotográficos. Tristes y compungidos unos, contentos y joviales otros; éstos rebosantes de salud, aquéllos pálidos y ojerosos, revelando huellas inequívocas de un mareo contínuo de diez días. Un cacique ricachón de parroquia en su primer viaje de recreo a Nueva York, en polícromo (continúa en la página 652) > PÁGINA 615