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I amigo Don Priomitivo Práctico es lo que se lla: 1
ma un tipo.
Español por la sangre y por el nacimiento, cosmopolita por costumbre, mejor dicho, apolita, con lo que pretendo significar sin patria, porque, en realidad. reniega de todos los países, de todas las ciudades y muy principalmente de aquella en que habita a la sazón. Su edad es indefible; bien podría echársele treinta años, bien cincuenta; bien podría ser considerado buen mozo, o poco bien parecido, pero nunca vulgar.
Es instruído y de una memoria estupenda, lo que tal vez constituye su defecto principal, o el fondo u origen de todos sus defectos, porque estimula su espíritu de contradicción, su tendencia a la paradoja y su abuso del sofisma.
Es antiaristócrata, antidemócrata; ridiculiza a la burguesía, y desprecia a la plebe. Pretende también ser antidiluviano, porque no admite la leyenda del diluvio.
Viste de manera irreprochable, pero sin pretensiones de elegancia, y dice que lo hace para no llamar la atención.
Ha viajado mucho, y declara que todo individuo que hace más de dos viajes, da pruebas de salvajismo. Y si admite lo de los dos viajes es porque debe hacerse el primero para saber lo que es, y el segundo para regresar al punto de partida llevando en el equipaje cerebral el escarmiento, porque los viajes disminuyen la existencia y el caudal, y mientras mayor es la rapidez con que se hacen, más acortan vida y hacienda.
Su ideal sería retrogradar a la edad de piedra, no por considerarla buena, sino menos mala, porque en ella no había casa, ni caseros, ni criados, ni tenderos, ni médicos, ni boticarios, ni abogados, ni periódicos, ni escuelas, ni agentes de policía, ni ninguna de las dos cosas que más odia en este mundo: el automóvil y la portera.
El automóvil es una maldición ideada por Satanás es un momento de malhumor. Tiene el aspecto de monstruoso escarabajo, el movimiento rápido y traidor de la serpiente, la voz del lacayo insolente, huele mal como la gente baja y, por último, es el cartel de anuncio del advenedizo y de la mujer en disponibilidad.
La portera es el octavo pecado capital, en el que están conglomerados los otros siete. Según mi amigo, una vez entraron en competencia Satanás y Belcebú, para ver quién de los dos inventaba cosa peor. Satán inventó la enfermedad, Belcebú le opuso el médico; Satán inventó los delitos, Belcebú se mostró magnífico y le opuso el abogado, el
FEBRERO, 1923 <
CINE-MUNDIAL
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así continuaron, resul
juez y los jurados. Y tando siempre vencido el Rey del Averno,
lo que le hacía poca gracia. Después de dos días de tregua, que Satán dedicó a profundas reflexiones, llamó a Belcebü y le dijo:
—¡ He inventado a la portera! ¡Empátala si puedes!
Belcebú examinó, analizó cualitativa y cuantitativamente la nueva alimaña y acabó por declarar humildemente:
—¡Señor, venciste! Esto no es empeorable.
Lo conocí en París, donde estaba residiendo desde hacía cinco años, y si no salía de allí era precisamente porque detestaba la ciudad y sus alrededores, como una aberración del espíritu humano; pero, al mismo tiempo, le encantaba porque le proporcionaba el intenso deleite del fastidio.
En la actualidad mi amigo se encuentra en Nueva York, y espero tener ocasión de enterar a mis lectores de sus ideas, sensaciones y experiencia de la Gran Metrópoli, y mientras llega esa oportunidad, y para completar el diseño del carácter de mi hombre, voy a relatar una de las cosas más bravas que he presenciado de esa individualidad antitética, en cuyo cerebro el yo, el no yo y el
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otro yo, andan a las greñas.
Estábamos en París. Una bella tarde de fines de primavera fuí invitado por un paisano mío, a quien llamaré Troncoso, a visitar el Cementerio de los Perros. Tomamos un taxímetro y nos dirigimos hacia Clichy. En un islote que se extiende en medio del Sena, entre Clichy y Asniéres, que están unidas por un puente, se halla ubicado el Panteón de los Perros y de otros animales domésticos. Lo visité con cierta curiosidad, leyendo los epitafios, que me parecieron tan extravagantes como los que se encuentran en cualquier camposanto en que residen despojos humanos. A la vez me conmovía el sentimiento de cariño profesado al animal que más se ha adaptado a las necesidades y caprichos del hombre, cariño que allí estaba demostrado por el mero hecho de dar al cadáver un sepelio piadoso, en vez de arrojarlo al basurero.
Volvimos a París, nos bajamos ante el Café Américaine, y allí encontramos a Don Primitivo Práctico, íntimo amigo de Troncoso. Le fuí presentado, tomamos asiento a la misma mesa, invitados por él, pedimos nuestro aperitivo y comenzó la charla.
—¿De dónde venís? — preguntó Don Primitivo, y añadió cínicamente: — No lo pregunto porque me importe ni por curiosidad, sino como pretexto para entablar la conversación.
—Del Cementerio de los Perros — contesté yo ingenuamente.
—¿Y eso le interesó a Vd? — preguntó mi nuevo conocido, frunciendo ligeramente el ceño y mirándome con fijeza, como si quisiese calarme a guisa de melón.
—Sí, me interesó. Es un lugar curioso, está bien atendido, hay algunos monumentos que me parecen que más corresponderían a un hombre que a un perro, y, sin embargo, no critico a quienes los han erigido inspirados por un noble sentimiento.
—Por vanidad, querrá Vd. decir — me interrumpió Don Primitivo,
—Bien puede haber en ello algo de vanidad, sin que por eso se excluya el cariño, y aun la gratitud.
—i Gratitud, cariño!... — murmuró Don Primitivo, como tomándome el pelo.
Me sentí un tanto ofendido por su aire zumbón, tomé la cosa a pecho y di rienda suelta a mi elocuencia tropical. Cité una de las tumbas que me habían causado emoción más profunda, cuyo epitafio inscribí en mi cartera, y que decía:
BARRY (del Gran San Bernardo) Salvó la vida a 40 personas. . . Fué matado por la Cuadragésima primera. (continúa en la página 118)
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