Cine-mundial (1923)

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CINE-MUNDIAL Las fotografías de Sarah Bernhardt reproducidas en estas páginas fueron tomadas durante diversas épocas de su carrera artística y abrazan no sólo el período de sus interpretaciones juveniles, sino la expresión de su talento en los últimos años, cuando la brutal franqueza de la cámara ahondaba los surcos de su semblante de septuagenaria. En la página opuesta, de izquierda a derecha: en el papel de “La Gloire”, el último que asumió en las tablas, en París. En seguida, arriba, retrato de la actriz cuando representaba “La Princesa Lointaine”, de Edmundo Rostand y, abajo, en el tocado con que salía en “Judith”, uno de sus más sonados triunfos. Luego, en una escena de “Theodora”. En la parte inferior de la página, un cuadro de la producción cinematográfica “Isabel de Inglaterra”, hecha para “Famous Players” en Francia y la primera de las películas lanzadas a base de “estrellas” y con extremado lujo y propiedad de escenarios. En esta página, de izquierda a derecha, el último retrato que se haya tomado de la actriz, pocas semanas antes de su muerte y durante la interpretación de su postrera cinta cinematográfica, que no llegó a terminar. Luego, diversas fotografías hechas durante el período en que se dedicaba a las interpreta ciones relativamente modernas, de Víctor Hugo a Sardou, y que marcan ya las postrimerías de su labor ante las candilejas. nunca, hasta entonces, se pretendió dar mérito a una película sólo por capítulo de eminencia de la actriz o actor a quien se confiara el papel principal, como se hace ahora. En aquel entonces, las cintas no pasaban de mil y pico de pies — tres o cuatrocientos metros — ni se creía que los públicos aguantaran sin protestar mayor metraje. Pero Zukor se empefió en hacer una innovación radical en el negocio y buscó capital suficiente para fundar su empresa a base de esa innovación. Así sobrevino la “Famous Players" (literalmente “Famosos Intérpretes”). Faltaba nada más encontrar un “intérprete” suficientemente “famoso”, con quien lanzar la primera película y, a fin de asombrar al público y deslumbrar a los capitalistas no muy seguros del éxito de la especulación y que habían invertido dinero en ésta, se fué a Francia y contrató a Sarah Bernhard, la actriz más conocida del orbe. La artista había aparecido ya en una película menos que mediocre: “Camille”, es decir, “La Dama de las Camelias”, pero su contrato con Zukor para la interpretación de una cinta según el sistema norteamericano fué, en realidad, el primero digno de ser tomado en cuenta. Con Sarah en el papel principal, Zukor llevó a la escena la primera filigrana de la escena muda: “Isabel de Inglaterra”, que medía una longitud considerada como revolucionaria en aquellas fechas: cinco rollos, 1500 metros. Esta película tuvo un éxito sensacional, sobre el que vino a cimentarse el negocio cine Mayo, 1923 <— matográfico más grande que hoy existe: la “Paramount", De manera que Sarah Bernhard fué, en “Famous Players”, la primera “intérprete famosa” y, en la escena muda, la que inició los fotodramas de gran metraje y la precursora del sistema de “estrellas” que prevalece en la actualidad y que tantos millones ha dado a ganar a productores y exhibidores. Sus datos biográficos, sus triunfos en la escena y los rasgos característicos de su accidentada existencia han llenado las columnas de la prensa durante los últimos días y es, por tanto, inútil ocuparse aquí de anécdotas más o menos auténticas y de juicios que no tienen razón de ser cuando de artistas consagrados se trata. Pero fué tal la plétora de impulsivos actos en su larga existencia de luchas, que no se puede resistir al deseo de recordar las debilidades de una mujer que llenó con su nombre, no ya varias páginas, sino todo un volumen de 1a historia dramática moderna. Aunque los judíos — que, como los alemanes, suelen apropiarse como consanguíneos a cuantos descuellan excepcionalmente — pretenden que Sarah fué israelita, lo cierto es que la eminente intérprete sólo tenía de he brea lo que de la sangre materna le haya correspondido en la alquimia de las razas. Su padre fué un holandés católico y ella se consideró siempre como tal. Su marido era griego, pero no fué de él de quien tuvo a Maurice, el hijo en cuyos brazos murió. La verdad es que nunca se supo a ciencia cierta a quién atribuir la paternidad de éste, con frecuencia llamado por la misma Sarah “mi pequeña equivocación”. Cada uno de los viajes que, durante su declinación, hizo la extinta intérprete por las Américas — y en Europa misma — dejó una estela de escándalo que a veces, como ocurrió en Quebec, degeneraba en motines. El genio tiene cegueras extraordinarias, y la Bernhardt, que conocía al dedillo el arte de hacerse anunciar, ignoraba hasta los rudimentos de la diplomacia, y casi todas sus “tournées” extranjeras iban precedidas de algún “faux pas” que helaba los entusiasmos de quienes acudían a admirarla y echaba por tierra sus mejores campañas de reclamo. Cuando estuvo en Argentina, lo único que se le ocurrió decir de los sudamericanos fué que, debajo del sombrero de copa, escondían las plumas del salvaje. A los cubanos los llamó “indios de levita” y a los canadienses — a quienes acababa de ofender con la representación de un drama que ellos consideraron atentatorio contra sus ideas religiosas — les dió el epíteto de “Iroquois” que es, en aquellas latitudes, el equivalente de nuestros peores vocablos. De ahí surgió una asonada en que hubo palos, pedradas y de las que — (Contniúa en la página 295) —> PÁGINA 265