Cine-mundial (1923)

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CINE-MUNDIAL EL VIEJO ATIK RRASTRANDO su pierna anquilosada iba Dick Collins por la South Main Street. A su vera discurrían mejicanos de inmensos sombreros fieltros, un poco atontados a fuer de hombres del campo sumidos en el hervideru de la gran ciudad; grasosas negras que se movían con ruda “cadencia”, deslizando sus zapatones por el asfalto caliente; “flappers” menudas, aceleradas, rumbo a los grandes almacenes del Broadway; ciudadanos del dólar, presurosos y tremendos, y uno que otro mendigo disfrazado de vendedor ambulante, cuyos ojos suplicaban, ya que la ley impedía gritar en nombre de la miseria. Dick Collins marchaba indiferente, con la mirada lejana, perdida en ensueños del alcohol, hasta que un piano automático le hizo voltear el rostro. Era un pobre cine de barriada, con películas viejas y con una vieja obesa instalada en el mugriento quiosquillo de los “tickets”. Las clásicas películas de episodios satisfacían la curiosidad primitiva de sus espectadores y por la pantalla mugrosa desfilaban aún las series y las comedias de la “Essenay”, los dramones suculentos de la “Biograph”. Dick miró, de hito en hito, un cartel instalado en el vestíbulo manchado de sombras, y una sacudida eléctrica, tan fuerte que le hizo tiritar, distendió sus músculos. Porque ese muchachote vestido de “cow-boy”, lanzado en una vertiginosa carrera, con una “girl” bajo el brazo — ni más ni menos como si fuera un paquete —era él. Es decir, el Dick Collins de los viejos tiempos, cuando su nombre, como un jinete fantástico, correteaba por las ciudades yanquis inyectando a las masas de un ardiente amor por el “Wild West”. Dick Collins era en aquellos gloriosos tiempos el representativo cinematográfico del “cow-boy”, la máxima estrella de los “desperadoes” capaces de enhebrar veinte episodios de peligros inverosímiles. Dominó su emoción encarándose con la matrona de los “tickets”. —¿Hoy pasa “eso”? — masculló apuntando a la figura polícroma del anuncio. —Sí, amigo. Una hermosa película con una estrella que pone los pelos de punta. Y como viera que su interlocutor permanecía estático, afiadió melosamente: —¡Pase usted! ¡Andele!... Es una película que acaba de salir de los Estudios. ¡Nos cuesta un dineral! Dick sonrió tristemente. Hurgó en sus bolsillos hasta dar con un “dime” pequeñito, el único respetado por “Big Jim”, el cantinero clandestino. Lo puso, sin decir palabra, en el mugroso tablero. —¡Verá como hay “pep” en la vista! — Y entornando los párpados grasosos, musitó en baja: —;Ese Dick Collins es el vivo diablo! Dick encontróse, a poco, en la oscuridad. Aquel pobre cine nunca usó de las rojas lamparilas de reglamento, en parte por economía y en parte por no perturbar a su escogida clientela. Fuése acostumbrando a las sombras y percibió a dos o tres parejas tan juntas que sólo un cuerpo hacían. En la 1022 Em VOZ AGOSTO, pantalla un hombre gordo arrojaba pasteles a un hombre flaco con un movimiento isó crono y triste. Se acabó la comedia y surgieron, entonces, unas grandes letras blancas: ESSENAY PICTURES OF AMERICA presenta AL FENOMENAL DICK COLLINS ¡Essenay!... Aquel Estudio en Chicago, con frescos prados a la manera de verde cin* turón. El viejo portero, cuyo respeto se traducía en tímidos apretones de mano. Su entrada triunfal todos los días, aclamado por la turba de chiquillos, untado por las miradas admirativas de muchos ojos abiertos... La pantalla se llenó con su figura de centauro joven. En aquellas épocas los personajes se presentaban graciosamente al principio del film. Sonreían a la cámara y daban las gracias, como en el teatro. ¡Entonces había educación! * Apareció erguido, sobre el lomo de “Jackie", el bello potro de Arizona. Agitó al viento su tejano y en seguida desapareció de un brinco formidable. Dick Collins lloraba. ¡Bah!... Al momento se rehizo, estrujando los ojos con sus dos manos rasposas. La vida era así, una rueda de la fortuna... Ahora mismo, con su miseria a cuestas, pasaba buenos ratos gracias a “Big Jim”, de codos sobre el mostrador del “bar”. La historia se inició con unos románticos amores. Una chica rubia y despeinada, tan vulgarmente bonita como todas las chicas de California, le daba besos y le apretaba las manos. ¡Pobre Lillian! Ahora daba tumbos por Nuevo México y Arizona con un vodevil trashumante. Dick tuvo una sonrisa al recordar que esos besos, al revés de lo que acontece en el cine, habían sido de “verdad”. ¡ Y eran dulces los besos de Lillian Goldstein! “Jackie” lo absorbió después en sus recuerdos. Un potro blanco y negro, de sangre impetuosa e inteligencia poco común, capaz Por Carlos Noriega Hope de trabajar frente a la cámara como un verdadero actor. Lo acompañó en casi todas sus películas, y el día de su caída — el maldito día en que se hizo trizas la pierna — *Jackie" parecía llorar de trisetza. Luego acabó por venderlo, ya en Los Angeles, a un contratista, y al despedirse de él lo abrazó mucho tiempo. Hasta que los separaron. Sam Rogers surgió en la pantalla en calidad de villano, urdiendo planes terribles en contra de la pareja de novios. Al verlo, con esos ojos relampagueantes tras de las cejas pobladas, cualquiera diría que su corazón estaba hecho de plomo derretido. «Pero Sam Rogers siempre fué un buen compañero, cariñoso, leal, aunque ligeramente ebrio. ;Dónde andaría ahora? Alguien le dijo que había muerto en el Sur, en territorio mejicano, de una bala fiscal. Porque Sam Rogers ABS cambió el negocio del cine por el CIS negocio de la pesca clandestina e de perlas. D EA Con todo cuidado Dick acari NS» ció una botella aplanada, hundi da en las profundidades de su pantalón. Y cubriéndose con el respaldo del asiento, a pesar de la obscuridad, dió varios tragos después, ; Un "tikuayla" que le daba un buen “kick”! ¿Para qué recordar esos buenes tiempos? Era imbécil entristecerse con aquella vida lejana, vida de lujo, de fuerza, de alegría... No restaba otra cosa que conformarse. ;De monio! Y lentamente dió la espalda a sus proezas heróicas, a sus amigos, a sus risueñas horas de actividad y de sol. En la puerta lo detuvo la voz renca de la billetera: i —¿Qué tal ese Dick?... ¿Le gustó? Y él, reanudando su marcha trabajosa, hubo de comentar: —Un pobre muchacho... By Ged! *ok ok En el *bar" se reunía una escegida clientela: boxeadores, comparsas del cine, mujeres equívocas, “cow-boys” sin trabajo y algunos "greasers", renegridos y tristes, hasta esas tierras inhospitalarias. Dick hallábase de codos sobre el mostrador, guardando un enorme silencio, largo como las horas contadas por el reloj de pared, arrojados apenas interrumpido por alguna interjección. dedicada a su propia persona. “Big Jim” lo conocía muy bien y nunca osó matar su filosófico silencio. Dick Collins. era un buen parroquiano que sacaba dinero Dios sabía de dónde, incapaz de buscar camorras o de discutir con gritos imprudentes. Todas las tardes llegaba con un dólar y com| praba una botella de tequila, adulterado en dos países hasta poder venderse en las tierras secas por ese precio razonable. Y en tonces principiaba el silencio profundo que terminaba, al cabo de mucho tiempo, con una seca despedida. / —Sueña siempre con la gloria — decían los otros parroquianos, buenos caballeros que sabían respetar las penas ajenas. —Dick vale mil a la semana... ¡Pero el alcohol y la pierna!— murmuraba Charles Fromic, un viejo artista desahuciado y triste. Un día llegó sonoramente, repartiendo pu (Continúa en la página 480) > Páerma 450 |