Cine-mundial (1927)

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NA terrible epidemia se va extendiendo por el mundo entero. Me me permitido designarla con el nombre de “Melanomanía.” No hay que buscarla en nin gún diccionario, y menos en tratados de patología. La palabra está formada por dos voces griegas: melas, melanos que significa negro; y mania, la que, como bien sabe el lector, si no es de ignorancia crasa, se aplica en lenguaje científico a una locura parcial en la que la imaginación está poseída de una idea fija; pero en el lenguaje vulgar es tanto como hábito extravagante, ridículo, fantasía, gusto llevado hasta el extremo. Así, pues, por melanomanía debe entenderse el gusto extravagante llevado hasta el extremo por lo negro, por los negros y las negras y por cuanto es negro, epidemia moral e inmoral a la vez, que está reduciendo a papilla la masa encefálica, y que me per done Esculapio. Esta epidemia presenta una anomalía antinómica. Los Estados Unidos son el país en que los negros han sido siempre más despreciados, donde la melanofobia fué llevada a su último límite, y allí precisamente se encuentra el foco de la melanomanía actual. Parece inverosímil, pero en ocasiones resulta que lo inverosímil es lo verdadero. Quizás se encuentra el microbio original en “La cabaña del tío Tomás”, la tendenciosa novela de la filantrópica Harriet Beecher Stoke, microbio cultivado, multiplicado, diseminado por el plañidero banjo y las melancólicas canciones de los negros de Kentucky, Alabama y los demás Estados esclavistas. Más tarde los instrumentos, canciones y bailes de los negros empezaron a figurar en los teatros de “Minstrels”, clásico nombre con que se designó a los actores cómicos que se tiznaban la cara e imitaban a los negros, y alcanzaron gran éxito. Allá en mis mocedades conocí compañías como la de Tony Pastor y otras, que a diario tenían casa ENERO, 1927 CINE-MUNDIAL 14 ZAYAS? DE llena, por ser sus funciones muy variadas y atractivas. Por muchos años quedó el arte negro confinado a los teatritos. Más tarde se fué extendiendo a los teatros de “vaudeville”, en los que surgió el “Cake-walk” como una nota graciosa y elegante, que despertó mucha simpatía y se introdujo subrepticiamente en los salones. Se fecundó la manía y en sucesivos alumbramientos dotó al arte terpsicóreo con larga prole de Fox-trot, Turkey-trot y algunos trotes más hasta llegar al dislocante “Shimie”, del que es sucesor el abracadabrante “Chárleston”, el que ha degenerado en el “Black-bottom” abreviación de “Black-bottom-river”, lo que en nuestra lengua equivale a “En el fondo del río negro”, y dicen que es una especie de pantomima de un negro que vadea un río tapizado de lodo, y va levantando los pies con trabajo y precaución; en otros términos, como si el piso del salón estuviese recién embarrado de cola. Si se estudia bien el punto, llega uno a persuadirse de que la música de todos esos bailes tiene una cuna más meridional que la Luisiana y la Florida, siendo importada de Cuba, o, al menos, inspirada en el danzón. La danza cubana era, en su principio, elegante, tropical, lánguida, mujer mecida en blanda hamaca, bajo la sombra de una ceiba, a orillas del Yumurí, acariciada por la brisa susurrante y tibia. Empezaba con una promesa, producía un deleite y terminaba con un suspiro. El danzón tuvo otro motivo; fué revolucionario, explosivo; grito de ñáñigo, rebumbiamiento de mulatos, trepidación de blancos, “¡Atraca, Regino!”, “Resopimpéa, mulata, derramando sabrosura!” Chirriaba el güiro, resonaban los palitos, retumbaban los timbales, resoplaban los cobres, y desde el San Antonio hasta el Maisí se estremecía la sultana de las Antillas. Los estadounidenses, poseídos de la melanomanía, endiablaron esa música. La salpi varon con cuantas especias produce la In dia, los chiles de Méjico, el “ají-guaguao” de Cuba y los pimientos de Cayena, añadieron cuantas bebidas espirituosas introducen de contrabando y les prendieron fuego dentro de un salón herméticamente cerrado, para que nadie pudiera escapar. Con los alaridos de los negros allí encerrados, con los gestos de desesperación y las convulsiones del frenesí hicieron la música y la manera de bailarla. Ya no se trató de banjos, ni de instrumentos de cuerda, sino que se agregaron con exageración instrumentos de cobre, los vociferantes saxófonos, que recorren toda la gama, pitando como flautines superagudos y roncando como bombardones profundos. Sonó la hora de la Guerra Mundial. Los yanquis mandaron al Viejo Mundo sus gallardas tropas, en las que venían mezclados regimientos de blancos con regimientos de medio color y de color entero, pues ante la muerte no hay escrúpulos de cromatismo, y se operó la invasión áfrico-americana, la que con su heroísmo conquistó gloria, con su sangre fecundó los campos de batalla. y con sus bandas de música sembró la semilla de la melanomanía, que ha dado ópimo fruto, convirtiendo la mansa corriente del Sena en ra biones que ni los del Niáágara pueden igua lar. Dicen que París impone la moda al mundo. Hay un error en el tiempo del verbo; en vez del presente de indicativo debe usar del pretérito perfecto y decirse “impuso”. El cetro ha pasado a Nueva York, la bien llamada “Ciudad Imperial”, y las francesas son sus súbditos más fieles. Bien a bien no sé dónde concibieron la moda de los cabellos cortos, pero lo más probable es que sea invención . de la “american-girl”, tan ambiciosa de la masculinización de la mujer. Si no invención, resurrección. Voy a explicarme: Registrando el revuelto archivo de mi memoria, encuentro que allá en el tercer siglo antes de la era cristiana, existió una señora Berenice, esposa de Ptoloméo Evergeta, rey (Continúa en la página 61) PÁciNa 10