Cine-mundial (1934)

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Todavía Ma, Roma OY a confesar con rubor un deseo íntimo. Esta confesión yo no se la revelaría al mejor amigo, temiendo que interpretase de un modo torcido mi deseo, pero a usted lector, como no le conozco ni puede azorarme su presencia, se lo declararé: quisiera ser una mujer enamorada de un “astro” cinematográfico. Y quisiera serlo no por afán de coleccionar retratos del actor de mi devoción, recortándolos de las revistas de cine como hacen todas las enamoradas de esta clase sin reparar que una revista recortadas sus páginas es como un vestido con jirones, sino para analizar ese extraño sentimiento que yo hombre, periodista, habituado a observar, me muestro, sin embargo, incapaz de comprender. ¿Qué siente una muchacha cuando se enamora de George Raft como se enamoraba hace poco más de una década de Rodolfo Valentino? ¿Siente cosquillas en la espina dorsal? ¿Se manifiesta por una contínua picazón en la planta de los pies? Estas muchachas que tienen conservado como relicarios quince o veinte grabados de su ídolo con todos los trajes y en todas las “poses” imaginables, contemplándolos, ¿pierden el apetito? ¿Se sienten, por el contrario, que se les nubla la vista, iniciación de un vahido y luego se recuperan y se les despiertan súbitos deseos de morder o de comer? De comerse a besos a su idolatrado, me lo figuro. Yo no me explico esos arrebatos amorosos por un actor a quien no se ha visto nunca en realidad, de quien no se ha oído jamás una sola palabra directa. Equivale a enamorarse de una sombra, de un fantasma. A lo sumo, de una estatua más o menos viviente. Y yo, hombre, no concibo la posibilidad de enamorarse de una estatua. Yo he estado en París, en el museo del Louvre, diecisiete minutos, cronómetro en mano, contemplando la famosa Venus de Milo. Admiraba su perfección de líneas, lamentaba que se hubiera quedado manca siendo tan bella cuando hay tantísimas feas Página 504 Por Aurelio Pego que pudieran haber sufrido la desgracia sin producir la menor conmoción al mundo; pero por muchas vueltas que di en su torno, despertando la indignación de Ñ dos chicas copistas que trasladaban en lápiz la figura a sus cuadernos, no logré | enamorarme. Y ) y NA eso, pese a que N llevaba el propó sito de perder la cabeza por la Venus desconocida. Yo me decia: “Si tengo que sufrir una profunda emoción ante la presencia de la famosa diosa. Me enamopresencia de la famosa diosa. Me enamoraré perdidamente de estas formas que son clásicas, que han sido reconocidas como las más perfectas”. Pues nada. Aquella noche fuí al Casino de París y me sentí mucho más emocionado ante los giros coqueteriles de un vejestorio como la Mistinguet con unas líneas bastante menos perfectas que las de la famosa escultura. En plan de hacer tonterías yo concibo enamorarse de un actor a quien las damas sensibles ven hacer gestos y declamar lindas endechas en el escenario. Es comprensible que las espectadoras románticas se enamoran del actor que interpreta el “Don Juan Tenorio”, o que experimenten cierta maternal simpatía por el joven gallardo y triste que hace las veces de “Hamlet”. Pero que esas mismas muchachas se pirren por un hombre que desfila ante la pantalla interpretando odiosos y crueles “gangsters” como en el caso de George Raft, la verdad, está fuera de la periferia de mi comprensión. Por eso yo me lamento de no poder ser una dulce doncella enamorada de Charles Farrell. Es que quisiera revelar al mundo el misterio de un absurdo que en fuerza de ridículo toma caracteres graves. Si, lector maduro o lectora sosegada, no puede usted figurarse los estragos que los actores de cine hacen en las inocentes hijas de familia. Pasan de veinte, y de ciento, y de mil las enamoradas de Ramón Novarro, de Robert Montgomery, de Ronald Colman, de Warner Baxter y el de la última cosecha, Johnny Weissmuller. Cada una sueña y suspira contemplando el retrato de su pequeño ídolo, acudiendo, con afán del que ha perdido algo, a los cinematógrafos en donde se proyectan las cintas en las cuales es protagonista su tormento adorado, sin reparar siquiera que otras muchas muchachas también se lo disputan, igualmente le (Continúa en la página 535) Cine-Mundial