Cine-mundial (1935)

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En los Estados Unidos se reconocen y se cultivan un sin fin de supersticiones, como es natural que suceda donde existen, tantas y tan variadas mescolanzas raciales. Los chinos, los africanos y los malayos han traído las suyas; igual que los puertorriqueños, los húngaros, los alemanes, los griegos, los sirios, los gitanos. Además, cada comarca de la Union cuenta con sus especialidades. Digo esto porque acabo de leer en un diario de Méjico que “en Nueva York, la metrópoli del Capital y del país más práctico de la tierra, lo único que importa es la realidad.” No hay tal cosa. Aquí anda viendo brujas la ciudad entera. No existe un solo día de la semana que no sea de buen y mal agúero. Los hispanos dicen que “el martes no te cases ni te embarques”; pero los rumanos se soliviatan los jueves, y los judíos le tienen terror pánico a los miércoles. Con los colores, lo mismo: desde el amarillo, que produce alferecias en los daneses, hasta el verde, nuestro color de la esperanza, que es el de la mala suerte entre los hebreos. Algo de cierto hay, sin embargo, en lo dicho por el periodista mejicano. Además de las supersticiones consagradas por los años, existen muchas otras en NorteAmérica de índole exclusivamente práctica y que han sido inventadas por el comercialismo de la época y de la nación. Una de ellas es la de no encender más de dos cigarrillos con una cerilla, obra, según dicen, del célebre sueco Krueger, el Rey de los Fósforos, que arruinó a media humanidad y vino a suicidarse en París hace año y pico. Otra consiste en la creencia de que es de mal agúero tener una casa que no esté hipotecada, y ésta no hay duda de que es invento de los los banqueros, que estarían muy de malas de eliminarse los préstamos y los réditos. Luego vienen la de comprar flores ciertos días del año, original de los floristas; la de romper los sombreros de paja el 15 de septiembre, tener muchos pares de zapatos, hacer regalos por navidad, comer pescado los viernes, etcétera, etcétera. ARTA En los teatros neoyorquinos que se dedican al género “Burlesque,” equivalente al que en nuestros paises llamamos “para hombres solos,” pero con la diferencia de que aquí también asisten mujeres, se mota una nueva tendencia—al menos nueva para mí hasta hace par de Abril, 1935 noches. Los coros son distintos. Antes estaban compuestos por jóvenes altas, colocadas al fondo del escenario, y por jóvenes menuditas (“ponies,” en la jerga de Broadway) que venían al frente. Ahora no hay ni “ponies” ni altas, sino que todas son unas muchachas enormes, de más de cinco pies y diez pulgadas de estatura; todas muy rubias y aparentemente muy delgadas. Digo al parecer porque lo que les da el aspecto de flacas es la inusitada estatura: si se las examina con detenimiento punto por punto, como hizo el que subscribe, en seguida saltan a la vista todos los atributos de rigor. A A El caso Hauptmann Fur de nuevo a Flemington el segundo dia que estuvo declarando Hauptmann (el primero, su abogato sólo lo llamó unos minutos para acostumbrarlo a la escena), y en seguida pude darme cuenta de quién era el actor principal en este grotesco drama. Ya me lo habia advertido el mes pasado el compañero Guaitsel cuando quise poner estas notas bajo el titulo “El caso Lindbergh.” —Ese encabezado está mal—, me dijo. —La estrella es Hauptmann. Habia, no hay duda, muchos curiosos en Flemington durante el interrogatorio del aviador, pero nada comparable con el gentio que se fue allá con la esperanza de ver y oir a Hauptmann. No hay exageración en decir que se quedaron en la calle por lo menos mil personas —mil personas que habían venido por tren y en autómovil de largas distancias bien provistas de papeletas de entrada obtenidas a fuerza de dinero e influencias. Sorprende la cantidad de mujeres con abrigos de pieles, que invaden las tiendas y el vestibulo del único hotel. Hace un frio horroroso, peor que la otra vez. Llegamos a las diez y pico, al poco de comenzar oficialmente el juicio oral; pero, según se averigua en seguida, a las ocho de la mañana, y sin que nadie sepa cómo ni de qué manera, ya estaba abarrotada la sala y hasta el juez tuvo dificultad en abrirse paso hasta su asiento. En el tren, donde el calor es sofocante y cuesta trabajo respirar, cambio impresiones con una rubia que no es periodista ni tiene nada que ver con la causa, y que me explica que Flemington está dominado por unas cuantas familias ricas y muy conservadoras, que nombran alcaldes y concejales, manejan la política a su antojo y campean por su respeto en la comarca. A ellas se debe el que la vía central del ferrocarril no entre en el pueblo, en su afán por eludir todo contacto con la plebe que albergan las ciudades fabriles del Estado de New Jersey. Presento mi citación, la misma que me abrió las puertas hace un mes, y comienzan los lios. —Esto no sirve. Ya todos los testigos de cargos han declarado. Si quiere, vayase a ver al Jerife . . . allá por aquella puerta lateral. A juzgar por las cicatrices en las cejas, las orejas de coliflor y otros distintivos faciales, muchos de los guardias de New Jersey se dedicaron al pugilismo en otros tiempos. El jerife, un viejo enclenque con un cepillo de cerdas por bigote, me recibe como si trajera la peste bubónica. No hace más que verme y cierra la verja con llave, da varios pasos hacia atrás, mueve la cabeza y grita: —i No, no, no! Ese papel pasó a la historia. Le aconsejo que se ponga en fila ahora mismo y quizás logre entrar para la sesión de la tarde. “Tu abuela es la que se va a poner en fila,” me digo, y sin más ni más me dirijo al hotel a preguntar a qué hora sale el próximo tren para Nueva York. El próximo tren, el único porque no hay otro, se viene a aparecer a las cinco de la tarde, de modo que no queda más remedio que aguantar la parada en el desgraciado pueblo. Pasa una hora larga en visitas al comedor y al café del hotel, y en conferencias con un alguacil y varios gendarmes, que en New Jersey visten unos uniformes que traen a la memoria los de los generales haitianos en tiempos del gran Lilí. Son de color azul celeste con ribetes negros y amarillos, y llevan además botas de montar, un faja adornada con balas, y una serie de correas que conectan los hombros con la cintura. La gorra se asemeja a los de los estudiantes alemanes. Tanto el alguacil como los polizontes, las camareras y el cantinero están convencidos de que Hauptmann es culpable y será sentenciado a muerte, y el que opina lo contrario se expone a tener un disgusto en Página 221