Cine-mundial (1935)

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Aces de mis lectoras que tengan una hija que haya cumplido, o esté a punto de cumplir, los temidos y celebrados 15 años, conocerán de sobra esta exclamación que resonará en sus oídos trescientas veces por día: “¡Por Dios, Mamá!”. Es un estado enfermizo, una infección por la que invariablemente se pasa en la adolescencia, como se pasa en la niñez por el sarampión o por la tos ferino. Una infección más o menos grave, más o menos duradera, pero que, como todo en este mundo, tiene al fin su momento de crisis y su terminación, para fortuna nuestra. No importa que la niña haya sido un angelito de bondad y dulzura. No importa que haya tenido una ferviente adoración por la que le dió el ser, considerando todo cuanto ésta hace o dice como lo más sabio y lo mejor del mundo. No importa que la madre haya sido un ídolo para ella durante años enteros. Una mañana la niña se levanta iconoclasta, con distintas nociones de la vida en su cerebro, y, desde este momento trascendental, los gustos, opiniones, deseos, prejuicios e ideas de la madre se estreilan sistemáticamente en la muralla de acero de la consabida frasecita: “¡Por Dios, Mamá!”. —Cómprate el vestido rosado, que es lo que mejor te sienta y lo que va más de acuerdo con tu cabello y con tus ojos—dice la madre. —¡Por Dios, Mamá! Prefiero no ir a la fiesta antes que ponerme un vestido de ese color odioso y cursi. —No veo porqué hemos de sacar el radio de la sala para ponerlo escondido en un rincón de la galería—protesta la madre en otra ocasión. —jPor Dios, Mamá! ¡Si fuera un Philco! Pero este aparatito ridículo está mucho mejor donde nadie lo vea. ¡Da vergúenza tener semejante cosa en lugar conspicuo! —¿Por qué no hemos de ir al baile hasta pasadas las once?—arguye la señora en noche de fiesta—Cuando yo era muchacha... . —jPor Dios, Mamá! No insistas otra vez. Cuando tú eras muchacha era distinto. Pero ahora sería de muy mal tono presentarse en un baile a las ocho.... Y así sucesivamente hasta lo inacabable. La guerra ha comenzado entre madre e hija y una vez rotas las hostilidades el tiroteo se hace continuo. La madre convertida en misionero predica: —Dora, no grites tanto; es de mal tono el hablar siempre a voces. Dora, baja ese radio que me está volviendo loca. Dora, no te pintes de ese modo las uñas y los labios; es perfectamente ridículo. Llega el momento en que a los ojos de un extraño parece como si madre e hija se odiasen. CE agudiza el mal. Los sintomas se agravan y el térmometro señala la segunda fase de i la fiebre: egoismo e insolencia. Dora no se interesa en el mundo doméstico que la rodea. Prefiere la soledad de sus pensa mientos y la compañía de sus novelas, cuando no se halla en el círculo de sus propias amis tades. Se aburre en la casa y su afán único consiste en estar siempre fuera de ella. Se inventan paseos, meriendas, bailes y diversiones a diario. Y la tempestad estalla cuando la madre, cansada, niega un día un permiso para una de estas fiestas. ap əjes as ou Áo ‘soru soy Uod Á soraxəu sn} —Es demasiado, Dora. Vas a acabar con casa y te acostarás temprano. Necesitas descansar si no quieres arruinar tu salud antes de tiempo. ¡Para qué se ha dicho tal cosa! Lágrimas, protestas, rebeldias y hasta encubiertas amenazas que prometen la conquista de la suspirada libertad a toda costa, salen de los lindos labios que poco antes no sabían sino de palabras dulces y cariños para la madre. La fiebre sigue subiendo. Se ha entrado en el período en que el desagrado se evtiende a los parientes y allegados. —No puedo resistir a la tía Angelita. Siempre con sus ideas del año de la Nana, poniéndole faltas a todo. Por Dios, Mamá, no me pidas que me quede esta tarde para ayudarte a servir el té. Con todas esas antiguallas de que te rodeas acabaría por darme un ataque de nervios. —Hija, ten más respeto y no seas insolente, que me duele mucho verte así. —jPor Dios, Mamá! ... Pero Dora se va a jugar al tennis y no aparece, por supuesto, a la hora del té. De mal en peor cada dia, llega el momento de la crisis. La niña está loca por los hombres. Todos la encantan por igual, jóvenes y viejos; y como todos la halagan y la celebran, se cree la reina del mundo y vive en un ensueño perpetuo. La madre-enfermera se alarma seriamente en este punto y comienza a perder por completo la tranquilidad. —Mira hija que Antoñito es un trasto, y que no te conviene en modo alguno intimar demasiado con él ni que las gentes os vean juntos en todas partes. —Pero baila divino, Mamá, y además maneja el automóvil que es una delicia y viste como ninguno. Por lo demás no te preocupes, que no estoy enamorada ni me pienso casar más que con un hombre que tenga ojos azules y seis pies de estatura. Casualmente aparece el modelo y la madre se aterra como si estuviera en la presencia de un fantasma. Porque además de los ojos azules y los seis pies de estatura, el modelo tiene cuarenta años y gramática parda suficiente para conquistar a la incauta. El peligro es ya de muerte. —Dora, esto es imposible, es una locura que nos va a costar la vida a tu padre y a mí. Cine-Mundial