Cine-mundial (1939)

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Al E S D E N 0 1 a E Est or mu do Cem eral ar. Meca e n del Cri n ë POE xtra veterano OMENZO la cosa en mi casa. Mejor dicho en el boarding—léase casa de huéspedes—donde me hospedo, puesto que la casa no es mia. Esto de mezclar palabras inglesas en mis retahilas gallegas es costumbre que no puedo quitarme. A pesar del disgusto que con ello ha causado no hace mucho un mi amigo a mi pobre madre. No puedo resistir la comezón de relatar a mis lectores el hecho, que a pesar del disgusto de mi madre tiene gracia. Regresó mi amigo hace algunos meses a la aldea de Pontevedra donde se abrieron mis ojos a la luz. (¡Ya esta dicho, señores, soy gallego!). Fué a ver a mi viejita para llevarla, por encargo mio, un abrazo y unos dólares. La viejita, más interesada en el abrazo que en los dólares, le preguntó afanosa: —; Cómo está mi rapaciño? . . . ¿Qué hace en aquellas tierras lejanas de la América? . . . ¿Va camino de artista de esos que salen en las cintas? . .. —Está muy bien, señora—contestó el otro—gordo y lucio como un cebón. Trabajo no le falta y lleva ya casi un año bordando (bordando de boarding, quería decir el hombre), en casa de la Engracia, una paisana, prima de Marcelino, el pescadero de Marín, que vive en Hollywood y hace un caldo gallego y un lacón con grelos que resucitan a un muerto. —¡ Ave María Purísima! ¡Santiago de Compostela me valga! . . . ¡El mio filliño metido en labores de mujer! . . . į Malpocado y que mal ha de verse para tal cosa!... ¡Pobriño de mis entrañas! ... Y no hubo ni ha habido forma de convencer a mi viejita, desde entonces, de que en eso de “bordar”, tal como lo dice un gallego-estadounidense, no entran para nada el hillo ni la aguja. Mi madre me ve ahora siempre, ¡estoy seguro de ello!, inclinado a todas horas sobre un gran bastidor, bordando a realce o a cruceta sábanas, toallas y pañuelos por docenas, para ganarme la vida en labores de mujer, como ella dice. Pero me aparto del punto de mi postal. Comenzó la cosa en mi casa. El marido de la Engracia llegó del trabajo estornudando. La hija mayor se había quedado ya en cama por la mañana. El chico pequeño tenía también un catarro. 1939 Marzo, La Engracia se pasó el día subiendo y bajando escaleras para llevar a la niña limonadas calientes, apetitosos almuerzos y comidas preparados en atractivas bandejas; y revistas de cine para que la pobre entretuviera sus ocios. Entre rato y rato la niña, bien arropada entre mantas, edredones y batas de lana dulce, se sentaba en el lecho para arreglarse las uñas, depilarse las cejas, o pintarse en preciosa curva los labios. Por la noche se aumentaron los trabajos de mi patrona. El chico se metió también entre mantas. Hubo que llevarle el radio cerca de la cama, alcanzarle la caja de lápices, el constructor mecánico y otros varios aparatos, herramientas y zarandajas, para que dejara tranquilas a los huéspedes y en paz a la madre. : En esto llegó el marido. Al ver a sus pipiolos en chirona, dando lata en vez de sudar, protestó en grande, asegurando que si se acostaran a diario más temprano y no hicieran locuras, como las de salir ella medio desnuda a la calle y las de andar él descalzo a todas horas por el césped del jardín se evitarían los catarros y el contagiarnos además a todos los de la casa. De pronto un estornudo. ¡Y aquí fué Troya! ¡Ya lo había agarrado él también! ... La Engracia acude al botiquín. Saca la aspirina. Prepara un parche poroso. Llena de agua hirviendo la bolsa de goma. Echa una frazada extra sobre la cama. El patrón se acuesta también pero, eso sí, después de haber hecho bien los honores a una suculenta comida. Al día siguiente nos enteramos por la Engracia de que el hombre no ha dormido en toda la noche, de que ha tosido, de que no puede respirar. La broma dura seis días. Las idas y venidas, y las vueltas y revueltas de la Engracia no tienen fín. Hasta que llega el momento en que la niña sale muy pizpireta y muy compuesta para la oficina donde trabaja como secretaria de un “ejecutivo” importante; el padre, con gabán y una bufanda, se encamina a su trabajo en un taller de carpintería, y el chico vuelve de nuevo a la rutina de la escuela. La Engracia se queda sola, por fín. Empieza a hacer orden en el desordenado hogar. Y cuando está en lo mejor de la tarea, siente un escalofrío, le flaquean las piernas, y tiene que soltar escobas y plumeros zambulléndose a su vez en el lecho y dejando abandonados a sus huéspedes a la buena de Dios. Total, un par de semanas de vida inci rta y de comidas más inciertas aún. Y cuando empezamos a dar el chubasco por pasado y a recobrar un poco la calma, a un desgraciado se le ocurre hacer una hoguera en un monte, marchándose tranquilo a su casa y dando por apagadas las cenizas. Pero de las cenizas brota una chispa. La chispa prende en los arbustos resecos de la montaña, donde en diez meses consecutivos no ha caido una gota de agua (¡así las gastamos en Hollywood, en punto a sol y a lluvias!), y se arma un fuego monstruo que dura diez días, que arrasa cuanto encuentra a su paso en montañas y cañones, que quema 300 casas y que en doscientas millas no deja más que cenizas candentes. El aire reseco de Hollywood se hace irrespirable. Las cenizas lo cubren todo como una capa de nieve. Los pulmones no pueden con el humo. Los labios de los hollywoodenses se quedan sin piel. Las manos se convierten en una especie de papel de lija. Y de repente, como movida por un resorte, la población entera estornuda. No (Continúa en la página 142) Página 121)