Cine-mundial (1939)

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En la Sala de Farmacia (ni una vil pildora) nos hipnotiza la serie grafica en que se reproduce a lo vivo como crece un sér humano y como funcionan sus intestinos, su estómago y otras entrañas y, con radiografías y fuoroscopio, nos enteramos del estado de nuestros pulmones y demás vísceras esenciales. En la Sala de Medicina (ni un miserable unguento) palpita la bolsa estomacal de un pollo que, artificialmente, el doctor Carrel mantiene viva desde hace lustros. Nos entra hambre, claro. Llegamos frente al pabellón turco, con mosaicos y arabescos, y viendo su restorán y los precios de las viandas, pasamos de largo. Lo mismo ante otros centros internacionales. En una esquina, venden salchichas con mostaza y entre rebanadas de pan. Este plebeyo refrigerio nos conforta. Vacilamos entre un viaje por el universo, con sus estrellitas, sus nebulosas y sus bólidos y un vistazo sobre la Aldea Cubana. Está repleta, porque las rumbas que ahí se bailan están a la altura de lo que el público exige. La Aldea medra en el Centro de Diversiones, dominado por una especie de serpenteante roca donde residen y tiritan El Príncipe heredero de Noruega, Olav, con su consorte, desembarcando en Nueva York a abrir el pabellón de su país en la Exposición. sector de diversiones de la Feria de Nueva York, donde los animalitos están expuestos a la vista... y a las pleuresías. El Monte de los Monos, en el Julio, 1939 En la Laguna durante el de las juego de las de la Feria fuentes, que es la exhibición. Naciones, Neoyorquina, una de las maravillas de unos monos. Se han muerto más de cien —de frio, según opinión ajena; de neurastenia, según opinión propia; sólo oyendo las sandeces que, a grito limpio, disparan los “ganchos” en derredor, hay para varios ataques de melancolía extrema. Entramos en el pabellón del Vidrio. Con una pelotita de un centímetro de diámetro, vemos hacer, después de hilado y tejido, todo un cortinaje espléndido de tela de cristal. También vemos fabricar botellas, jarros y barquitos; pero nos enteramos mejor que los demás curiosos—que son legión al descubrir que el techo es un enorme espejo y que, a costa de la nuca y a riesgo de tortícolis, el espectáculo resulta más claro a aquellas alturas. Entre fuentes, estatuas de vanguardia, cascadas, banderas y jardines en flor, hay un reloj de sol. No sirve, señores turistas, porque marca la hora astronómica, que lleva sesenta minutos de retraso sobre la hora oficial de verano en Nueva York Tenemos el gusto de conocer personalmente a Betty Broadbent. Es joven, de perfectas formas y muy bonita. Lleva todo el cuerpo tatuado: águilas, bailarinas, el retrato de Lindbergh . . . mamarrachos azules desde la punta de los pies hasta el pescuezo. Lo estiran peligrosamente cuantos acuden a contemplarla, y esta revista sospecha que no es sólo por el tatuaje. En la sala de una gran compañía eléctrica, exhiben un hombre-máquina, que se mueve, gira, anda, se sienta y echa uno que otro discurso. Es de aluminio. Cuando estábamos admirando su soltura y su aspecto sobrecogedor, algo se echó a perder en las conexiones eléctricas y el hombre-máquina lanzó un eructo que no estaba en la lista de sus gracias y sí entre los actos vedados por la urbanidad. Nota sentimental. Al salir el sol y al venir el crepúsculo, un trompetero polaco toca penetrante clarinada desde las escaleras del pabellón de su patria. Las notas, marciales y vibrantes, terminan bruscamente. Averiguamos. La tradición cuenta que, hace siglos, un trompeta lanzaba la nota de alarma en lo alto de las murallas de Cracovia—al ver acercarse a una horda enemiga—y una flecha del invasor le atravesó la garganta y dejó inconcluso el toque de aviso. Desde entonces, así es la retreta— o lo que fuere—en Polonia. En el Edificio de la Salud, una muchacha toma taquigrafía y escribe en máquina (Continúa en la página 334) 309 Página