Cine-mundial (1943)

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POS TALES DE HOL PIU OT El caballo reina de nuevo Yo no sé si esta horrible catástrofe de la guerra es camino de expiación para alcanzar la felicidad humana en la tierra, pero sí sé que es venero de cosas insospechadas, de sorpresas y paradojas, cómicas y graciosas ‘unas, y otras no tan graciosas. Al cabo de tres meses sin comer más que habichuelas y sin poder conseguir más que huevo y medio por cabeza semanalmente—no lográbamos Raúl y yo que nos vendieran más de tres huevos en los mercados—llegaron las bienvenidas fiestas de Navidad. En ellas una familia amiga nos invitó a comer pavo y saciamos nuestro apetito para poder continuar con el ayuno hasta que lleguen las de Pascuas de Resurreción. Además, tuvimos en año nuevo una grata sorpresa. Los infelices que como yo alternan las tareas del "extra," con las del revistero periodístico de las cosas del Cine, estamos acostumbrados a recibir anualmente, en los ültimos días de diciembre, varios regalos ütiles y prácticos de las empresas cinematográficas a las que servimos durante el afio con toda fidelidad, aunque nunca nos havan pedido que nos ocupemos de ellas. De ahí que en esos días todos los escribanos, escribientes o escribidores—a escritores no tenemos la pretensión de llegar ninguno— luzcamos la misma pluma fuente, la misma Por un "Extra" veterano ÁL CARMCERTA irónica cartera vacia, el mismo broche cifrado para sujetar la corbata, o el mismo cenicero para adorno de nuestra mesa. Y la sorpresa de este año fué la siguiente : El 28 del pasado diciembre—dia de los inocentes, para ser más exactos—estaba yo todavía en la cama, cuando llamaron a la puerta. Un mensajero me entregó un enorme paquete, envuelto en celofán, y adornado con lazos. La curiosidad venció al sueño, y sin vestirme siquiera me dediqué a la tarea de abrirlo, dándome cuenta en el acto de que, envuelto cada uno en un papel, la cesta venía llena de melones. Como yo no me había desayunado, me pareció lo más prudente comerme uno en el acto, disfrutando del regalo que me mandaban de un estudio. Mi sorpresa no tuvo límites al encontrarme con que no eran melones, sino peras, de un tamaño colosal, lo que la cesta contenia. Eran peras de Oregon, de las que yo no había oído hablar nunca, las que según decia el folleto que las acompanaba, debian comerse despacio, con una cuchara de plata, para saborear debidamente su carne fragante, de delicadeza exquisita. Yo, infeliz de mi, que desde que ando por estos lares me habia olvidado de que existian las cucharas de plata, me comi la pera a mordiscos, recordando mis tiempos de la niñez, en que una chulapona verdulera madrileña, dueña de un puesto de sandías de la Cava Baja, que vendía su mercancía a centavo la raja, gritaba de la mañana a la noche, para entusiasmar a los chicos del barrio: “¿Quién por cinco céntimos no come, bebe y se lava la cara?” Yo me lavé la mía con el agua de la pera de Oregón y me quedé todo el día dulce como el almibar. Cuando llegó Raúl del estudio se entusiasmó tanto con las peras, que se marchó inmediatamente a pedir prestada una cuchara de plata a un amigo suyo que tiene una casa de empeños, para comerlas de acuerdo con el ritual. Como el cesto era enorme, pensamos invitar a varios amigos para que nos ayudaran en la tarea de comer peras. Pero cual no sería nuestro asombro cuando en lugar de venir a disfrutar de nuestra explendidez, comenzaron por su parte a endosarnos como regalo las cestas de peras respectivas que ellos habían recibido. Como si todos ellos se hubieran puesto de acuerdo, antes de llegar la noche teníamos en nuestro poder diez cestos de peras, con una tonelada cada uno de ellos. La situación se puso seria para nosotros. En lo primero que pensamos fué en poner un puesto de fruta. Pero teníamos los dos que fungir de espías mazis durante la semana, en el estudio de la Warner, y el negocio hubiera fracasado por no poder atenderlo. Se nos ocurrió después hacer mermelada, a fin de tener postre para todo el invierno. Pero nos encontramos con que no nos quedaba más que media libra de azúcar, para hacernos la ilusión de que endulzábamos nuestro café durante tres semanas. No había nada que hacer más que almacenar las peras para poder irlas comiendo poco a poco. Asi las cosas ha llegado el día en que Raúl se ha presentado en la casa, para asombro mio, con un par de libras de lomo estupendas, que ha podido conseguir por arte de magia. —Chico, ¡qué bifes traigo !—me ha dicho radiante.—Te vas a chupar los dedos. Los bifes a la portuguesa son mi especialidad, y (Continúa en la página 181) Cine-Mundial