Cine-mundial (1920)

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C I X E M U N D I A L ''El Dominador" Serie cinematográfica, en quince episodios, original de Arthur B. Reeve y John V. Grey Novelización de Mary Asquith y versión castellana de F. J. Ariza, ambas hechas especialmente para CINE-MUNDIAL QUINTO EPISODIO LA TUMBA DE YESO LA luz de la luna reveló la lucha muda entre Violeta y Canfíeld, cuyos brazos atenazaban a la joven y cuya pesada mano ahogaba los gritos de la novia de Dupont. Pero el g-emido que ella pudo lanzar antes de verse dominada por el intruso había sido bastante para que su fiel protector, el perro, acudiese en su ayuda. De un salto, el hermoso animal llegó a la escalera, que subió a brincos y, apenas estuvo junto a su ama, se lanzó furioso contra Canñeld que, sorprendido por el inesperado ataque, soltó a Violeta y trató de defenderse de las dentelladas de "Ruban". — ¡ Llame a esta fiera !— gritó espantado a la joven, pero Violeta había huido ya a refugiarse en su aposento, desde donde, con mirada de terror, podía contemplar la lucha feroz entre el hombre y el perro. Paso a paso, Canfield retrocedió, defendiéndose como pudo de las mordidas del animal, que no lo soltaba. Las patas del perrazo le impedían golpearlo y la baba de la bestia furiosa lo cegaba casi completamente. Tropezando, a tientas, llegó a la barra de hierro que sei"vía de barandilla al balcón del vestíbulo. Desesperado, trató de asirse a ella y de librarse del can. pero el peso de éste le hizo perder el equilibrio y. lanzando un grito, fué a caer sobre las losas de mármol de la sala, cuatro metros más abajo, y se quedó ahí, inmóvil, muerto. . . El grito de Canfield atrajo a Violeta fuera de la habitación, y el Dr. Sutton. a quien la lucha había despertado, acudió también. "Ruban", ladrando triunfalmente, bajó la escalera y husmeó con desconfianza el cuerpo exánime de su víctima y luego llegó hacia su ama. moviendo la cola y como en espera de una caricia de aprobación. A pesar de su infamia, ni Violeta ni el doctor pudieron eximirse de de mirar compasivamente aquel cadáver. Canfield había jug'ado solo la partida de la muerte y del crimen, y había salido perdiendo. Simultáneamente, Dupont y Dacca luchaban por su vida contra el humo homicida, cuya hierba había traído Kali de las márgenes del Orinoco. Dacca, vencido por aquellos gases deletéreos, yacía sin conocimiento sobre el piso desigual de la taberna a donde Renard y Vera habían atraído a Dupont y a su criado. Roberto, sobreponiéndose con un esfuerzo sobrehumano a los efectos de la droga que obscurecía su cerebro, logró levantarse, vacilante, dela silla y se dirigió, dando traspiés, hacia la puerta. — No debo morir en esta trampa — se dijo con firmeza. Reconcentrando las fuerzas que le quedaban en sus puños cerrados, quiso estrellar los vicarios de las ventanas, pero éstos, protegidos por fuerte red de alambre, se hicieron trizas sin caer ni dejar paso al aire libre. — No moriré, no— se repetía Dupont, luchando contra las nieblas que inimdaban su cabeza. Pero el humo mortífero seguía haciendo su efecto. El joven, apoyándose en la pared, se deslizó, poco a poco, hacia el suelo y cayó, al fin, como Dacca. Pero sus ropas se engancharon en algo que había en la pared y el instinto de conservación, sobreponiéndose a la parálisis de sus movimientos, le hizo agarrar aquel objeto: era una vieja hacha de combate que estaba en el muro. Roberto hizo un nuevo y victorioso esfuerzo y agarrando aquella arma pesada con ambas manos, lanzóse hacia la puerta y, con delirante rapidez, comenzó a destrozar la entrada del cafetín. — Golpea, golpea cuanto gustes — silbó Renard desde el refugio en que esperaba, con Kali y Vera, los efectos de la droga. — Nadie te escuchará ni vendrá en tu auxilio. Los golpes continuaban. — ¿Qué está haciendo? — preguntó Vera inquieta. — No puedo ver — dijo Kali — : el humo no me deja. — i Abre la puerta ! — ordenó Renard. —Imposible — replicó el pigmeo — . Eso íignificaría la muerte para todos. No nos queda más recurso que salir a la calle por la puerta posterior. Cediendo al fin a los hachazos, la puerta dejó paso libre a Dupont que saltó, tambaleándose, hasta la calle. El aire corrompido de los arrabales le pareció dulce y fresco al salir de aquel agujero donde la muerte asumía la forma de infecto vapor. Aspirando con toda la fuerza de sus pulmones la atmósfera de la calle, Dupont se apresuró a regresar al café, para sacar de él a Dacca. Un camión vacío pasaba en aquel instante frente a la taberna. Roberto lo detuvo diciendo : El Sr. E. S. Manheimer, que tiene los derechos exclusivos para el extranjero de esta serie cinematográfica, nos comunica que ya ka quedado fotografiado el último episodio de la producción y se ha dispuesto de algunos territorios, aunque todavía faltan varios detalles a que atender, relativos a la exhibición. "Roban", ladrando triunfal mente, bajó la escalera y husmeó con desconfianza el cuerpo exánime de sn víctima Mayo, 1920 < ■ — Mi amigo está enfermo. Déjanos subir. . . Y sin esperar la aprobación del chauffeur, subió a Dacca, inconsciente, al vehículo y urgió al que guiaba a que hiciera marchar rápidamente su máquina, agregando : — Le daré diez pesos si nos lleva de prisa a la primera esquina donde haya un coche o un automóvil. . . — Ese ha bebido más de la cuenta — dijo el chauffeur señalando a Dacca — pero no le hace. Hoy i)or ti y mañana por mí. Vamos. . . Cuando los tres conspiradores salieron a la calle por la puerta excusada, vieron que Roberto y Dacca habían desaparecido. La entrada destrozada les mostró elocuentemente el epílogo de aquella fuga. La calle estaba completamente desierta. El Rostro Fantasma y su banda habían fracasado una vez más en sus criminales designios. A la mañana siguiente, Renard, Vera, Kali y Luis escuchaban en silencio las confidencias que el Rostro Fantasma les hacía, comunicándoles por primera vea todos sus proyectos. El jefe de aquellos facineroso! tenía la esperanza de que el interés personal sirviera para dar nuevo impulso a sus maquinaciones y estimulara a sus cómplices para realizar lo más pronto posible sus delictuosos planes. — Violeta Bronson — les dijo — heredará una gran fortuna, pero esa fortuna no podemos obtenerla, aunque tengamos en nuestro poder el testamento, a menos que encontremos cierto importantísimo papel. Bronson y Steele eran socios en un negocio de caucho. Bronson estaba solo cuando encontró un vasto depósito de oro que. según declaró con entera franqueza, no estaba dispuesto a compartir con Steele. Este, como es natural, se sintió ofendido por tales intenciones y decidió despojar a Bronson de aquel tesoro. Pero este último tenía en su poder, al morir, el único ejemplar del mapa en que estaba descrito el sitio donde el tesoro se hallaba. A la nnuerte de Bronson, ese mapa desapareció al mismo tiemj» que otros papeles que no puáieron ser encontrados cuando Violeta fué sacada de la aldea por el doctor Sutton. — De entonces acá — continuó el Rostro Fantasma — los nativos han buscado por todas partes el oro escomido, sin resultado de ningxma especie. De modo que es indudable que no podrá ser hallado a menos que nos apoderemos del mapa. Ahora bien, Sutton debe tener ese mapa en su poder. Quizá no conozca su valor, ya que hasta ahora no ha hecho esfuerzo alguno por explotarlo. Tal vez esté dentro del mismo sobre sellado en que se halla el testamento de Bronson y, en ese caso, Sutton ignora su existencia, Pero de todos modos, es evidente que lo esencial es encontrarlo. Teniéndolo en nuestras manos, el oro escondido será nuestro y habrá una fortuna para cada uno. — Muy fácil ha de ser ocultar un papel como ese — dijo Renard con aire reflexivo. . . — ¿Os acordáis de cómo murió Ned ? Estaba esperando que los mozos de cordel vinieran a recoger el último cargamento de muebles de la casa de Sutton, cuando éste estaba cambiando de domicilio. . . porque debía acompañar a los encargados de la mudanza a conducir un cuadro, o un retrato que no cabía en el automóvil. . . — Sí, recuerdo esos datos que publicaron los periódicos. . . — replicó el Rostro Fantasma. — Ese retrato es el de Steele. . . Y es de notar que, aparte sus efectos personales y sus instrumentos de cirugía, Suttnn no se llevó ningima otra cosa a su nueva habitación. — ¿Y por qué diablos no me habías dicho todo eso antes? — preguntó airado el jefe de la banda — . Un retrato de Steele es lo que menos falta le haría a Sutton en su casa, a menos que tuviera alguna significación importantísima su posesión, imbécil. . . Ea necesario apoderarse de ese cuadro a toda costa. — Yo me apoderaré de él — interpuso Vera — si el amo me lo permite. La mujer no dio explicación ninguna acerca de sus propósitos, pero el Rostro Fantasma expresó su aprobación y Renard la vio salir, con mirada ansiosa, en dirección a la calle. Habiendo muerto Canfield, Violeta y el Dr. Sutton se sintieron relativamente a salvo de futuros ataques. pero Dupont, que no podía borrar de su memoria aquel semblante odioso que había visto en el laboratorio abandonado, tenía la firme convicción de que el Rostro Fantasma era el cerebro infernal de todas aquellas maquinaciones dirigidas contra su novia y decidió tomar la ofensiva, con un atrevimiento que hacía honor a su cariño por Violeta y a su juvenil temeridad. — Pero es indispensable que Violeta no sepa lo que voy a hacer — se dijo. Si consigo lo que me propongo, estará libre de peligros en el porvenir y, si fracaso, . . Pero no, no debo fracasar. Evitemos ante todo que ella sufra o esté ansiosa por mi cuenta. Pocos días de tranquilidad tuvo Violeta, a partir de su trágica experiencia con Canfield. El destino parecía predestinarla a las luchas y. a poco, una nueva sombra cayó sobre los umbrales de su casa. La joven, que era afectísima a la pintura, estaba haciendo un retrato al óleo del doctor Sutton. Una PÁGINA 485