Cine-mundial (1920)

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CINE-MUNDIAL ^ xnH¿l(^ (¿^ .4^n ^riioka^ I — ¡Señor Villamil, el teléfono! — me llamó la atención uno de mis compañeros de oficina y, llevándome por delante un canasto de desperdicios, agarré el audífono con la misma ebriedad que si hubiera sido el brazo acanelado de una india boricua. — Helloooo. . . Villamil habla. — . . . ¡oh, eres tú, mí vida! ¿De dónde me hablas, monina? ¿Estás muy lejos? Y... ■ — ¿Qué haces en la población? — ¿Sí, eh? ¿Y hasta qué hora vas a quedarte? I — i Ah, eso es de oro! Entonces, espérame a las seis en la botica que queda en la esquina de la Calle 42 y la Sexta Avenida. — Adiós, monina, primavera. . . oye. . . — ¡Villamil! — gritó e! Jefe de mi departamento con ceño adusto y modales kulturales. — Hace una hora que le veo pegado a ese teléfono y no acaba... ¿A quién diablos le Ja la lata? — Señor. . . es a la casa de de A. Fe preira y Compañía. Dicen que no han recibido los conocimientos de embarque y que. . . les dije que cuando yo salga esta tarde se los llevaré yo mismo. — Muy bien; venga acá: escriba a Luiña Hermanos, Santiago de Chile, e incluyale teslimonio de sus cables, y. . . que nos informen icerca de sus gestiones sobre el cobro del ;rédito de Heine & Schneider. ^Sf, señor. Y tomé sus notas y me senté frente a la náquina de escribir, no tardando muchos ninutos en demostrar mis aptitudes de pe•ito dactilógrafo. De vez en cuando se dejaba de oír el ta-ca-ta de la maquinilla nientras, nervioso, borraba algún error y, lespués, seguía escribiendo. Al poco rato me puse a mirar, ensimisnado, al través de la ventana que me quelaba al lado y parecía arrobarme en la conemplación de unas tintas de arrebol diluidas i lo lejos como un recuerdo del Sol de melia noche. ■ — ¡Qué cursi — pensé — es esta vida de conercio; esta vida que nos compele a olvidar > posponer las sensaciones más gratas de la ;x¡stencia por ir como perros famélicos tras in cebo que nunca nos satisface! ¡Siempre nás y más! Es una jauría ciega, sorda. ¡Los |ue ya están hartos, los cebados, los de vísleras hipertrofiadas, los de siempre. . . son los [ue más ladran I Seguía una serie de pensamientos de tal ¡naje, cuando observé que Ruth, la taquígrafa de mi Jefe, se empolvaba la nariz y e daba un toque de carmín en los labios, eviviendo así el mustio clavel de su boca, odo lo cual me hizo suponer que faltaría Quy poco para las cinco. Así fué: mirando el péndulo, comprobé jue eran las cinco menos cuarto, y que, por o tanto, no era cosa de sorprenderse el no TTI.TO. 1020 < tar cierto nerviosismo en todos los actos. Se oían cajones que se tiraban, risas que rompían la monotonía de la jornada y, de vez en cuando, un "¡Gracias a Dios!" En la barbería: ^^ — ¡Presto, presto, una passata soltanto! — ¡Súbito, eh! Va prendere il treno? — preguntó Pasquale con esa cadencia propia de los italianos, exclusivamente. — No; yo no prendo ¡1 treno. Yo no soy bolshevique. Vado a encontrar una bella ragazza. — ¡Oh, una bella ragazzina, eh ! ¡ Molto bene, molto bene! Y así, mitad español y mitad italiano, mientras Pasquale me afeitaba, yo, sin menear mucho las quijadas por temor a la navaja, relataba a felices rasgos los requiebros a mi hembra y las impertinencias del Jefe que me interrumpía en mis conversaciones teléfono-eróticas. Terminado el afeite, me embetuné los zapatos y, saliendo a toda prisa, me metí en una tienducha y compré dos pañuelos. El que tenía lo eché en un receptáculo de desperdicios públicos. Afectando, desde este momento, un aire de seriedad e importancia ridículos, me dirigí a la calle Van Courtlandt, en donde tomé el tren urbano de la Sexta Avenida que me llevó al rendez-vouz. Me encontré solo, pues mi amiga no había llegado aún. Entonces, y como para matar el tiempo, empecé a hacer cálculos sobre los posibles gastos de la noche. Tenía ocho dólares y, ya se sabe que con ocho dólares se puede ir a un "Childs", oir la música sorda de los platos, comerse una "tortilla española" y sobrarle a uno dinero suficiente para ir .i un teatro. Entonces empecé otro género de maquinaciones. . . — La verdad es — decía para mis adentros — que esto de estar casado es una verdadera lata. ¡Tenerle que mentir continuamente! Y... ¡si averigua un día que soy casado y, por celos, atosiga a mi mujer!... ¿no es ese un lío? ¡Pobrecita, cómo la engaño! Pero, en fin... ¡si la engaño es porque la quiero! La quiero de veras; lo sé, porque lo siento. Me ha ganado el alma su noble modo de ser; su franqueza. Esa sinceridad que se retrata en su efigie, como el cielo en el cristal de un lago. ¡Ah, qué mujer adorable! ¡Si la mía fuera así: cariñosa, afable, zalamera...! Y en ese momento, alguien que había venido a pie juntillas por detrás, me cubrió la vista con las manos que, poco a poco, iban apretando más y más. Yo conocía la suavidad de aquellas manos de dedos perfilados y, con la delectación del que acaricia lo que le pertenece, me complacía en sentirle las uñas, afiladas como las de un ave de rapiña; rosáceas y lúcidas, como las de una princesa. — Hace más de media hora que te espero, querida mía — dije, apartándole las manos y volviéndome a eila. Isabel, toda llena de risas y de nerviosidades, haciendo como mohines de pretendida contrariedad por haber sido conocida a pesar de su sigilo, me saludó con la afección de las novias en primavera y, entonces, ine presentó una amiga que la acompañaba: — Esta es mi amiga Gracia. Nos conocemos desde pequeñitas; íbamos a la misma escuela y, después de grandes. . . vamos, pomos de la misma escuela. Entre nosotras no hay secretos. Yo, mientras tanto, me sentía contrariado, pues para mis planes, a pesar de la intimidad de las amigas, ésta no era sino una intrusa y, más que una intrusa, un factor que venía a descomponer la contabilidad de mí faltriquera. Sin más estudiar ni filosofar, el problema se convertía en una simple regla de tres: 8:2::x:3. Sencillo, pero de difícil solución práctica. Esa incógnita, como todas las de la vida, era lo que me trabajaba el •cerebro mientras saludaba, reía, aceptaba las monerías de mi Isabel y, pensando en el futuro, notaba que Gracia la aventajaba en belleza y, hasta en coquetería. — ^Pues bien... ¿a dónde vamos? — pregunté, mirando a una caseta de teléfono en la esperanza de poder llamar a un amigo y que me sacara del atolladero. — Iremos a comer al restaurant Eugenie. , . sirven muy bien. . . a la francesa y, sobre todo, ¡qué vinito! ¡La prohibición lo ha hecho más rojo! ¡Parece un encantamiento de rubíes! — dijo Gracia con todo el entusiasmo de la juventud. — ¡Ah, sí, a Eugenie! — confirmó Isabel — •. Y, además, que si nos damos prisa, tendremos tiempo de ir al teatro. — ¿Qué dan esta noche en la Opera? — preguntó Gracia a Isabel mientras le observaba el traje. — No sé — contestó. ■ — ¿Tú sabes, queridito mío? — ¿Qué? — preguntó este queridito haciendo qu^ no había oído nada. ■ — ¿Pero no has oído, hijo mío?... ¿Que qué representan esta noche en la Opera? — ¡Ah. .. el... el... la... la... bueno: no estoy seguro, pero. . . ya veremos. — Pues tomemos un "taxi" que nos lleve a Eugenie, para aprovechar el tiempo — propuso Isabel con la naturalidad más grande del mundo. — Naturalmente que sí — dijo Gracia. Así, pues, tomamos el "taxi" y yo sentía que me subían a la cara unas olas bochornosas mientras se me enfriaban todas las extremidades. Con disimulo, y como haciendo qui me arreglaba el cuello, estiraba el pescuezt y miraba el taxímetro. Parece que mis la bios murmuraban: cuarenta. . . cincuenta. . . ochenta. . . El taxi paró de repente en la Calle 48 y, para colmo de alegría, el chaufi'eur abrió lo portezuela y las dos muchachas saltaron afuera como dos cabritas triscadoras. — ¡Qué!... ¿no íbamos a Eugenie? — pregunté azorado. — Pues. . . ¿y dónde estamos? — contestó una de las jóvenes señalándome con el índice un letrero que se encuentra a la entrada. — ¡Ah, sí, yo creía que... era por Broadway y la Calle 137... debe ser otro Eugenie. . . ya. . . Y mientras tanto, me alegraba en el alma de pagar solamente noventa centavos, pero, a la vez, sentía deseos de decir algo a mi amiga por la tontería de tomar un automóvil para andar seis cuadras. La verdad era quo yo tenía deseos de "chillarme", pero... ¿y si me tomaban por un miserable? ¡No, valía más aparecer como un verdadero "sport" y demostrar que daba al dinero el valor de un ardite! Después de todo, "¿para qué sirve el dinero?", me decía. Y así, derivando conclusiones de diferente linaje, y sin atreverme a abordar de lleno la cuestión y de > PÁGINA 628