Cine-mundial (1920)

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CINE-MUNDIAL Discutíanse en una oficina situada en el nuevo edificio de la Equitativa, en el número 120 de Broadway, los efectos de la huelga que acababan de iniciar los maquinistas de los ascensores. Mr. Howard Le C. Roome, en otro tiempo atleta de fama y hoy hombre de negocios, quitóse de la boca el cigarro puro que fumaba, estiró los brazos, bostezó y dijo: — Hablemos de otra cosa. Esa huelga me interesa poco. Si los ascensores dejan de funcionar, habrá que subir por las escaleras y asunto concluido. Haremos todos un poco de ejercicio — que buena falta nos hace. — Pero, ¿qué está usted diciendo, hombre? Conque un poco de ejercicio, ¿eh? Me gustaría verlo a usted subiendo hasta esta oficina, que se halla en el piso 38. ¿Y qué van a hacer los que andan encaramados en el último piso? — Bueno — replicó Mr. Roome — menos palabrería, y al grano. Yo subo a pie hasta este piso cuando me dé la gana; y si se empeñan ustedes hasta el último también, empezando desde el sótano. En vista de que a Mr. Roome jamás se le habfa oído hablar de su habilidad como trepador de escaleras, Mr. J. Ford Johnson, Jr., un corredor de bolsa que estaba presente, insinuó que una apuestecita de $l,OüO no vendría mal para demostrar si era exagerado o no lo manifestado por el otro. Dicho y hecho. Mr. Roome se comprometió a subir desde el sótano hasta el último piso del edificio en menos de cuarenta minutos, quedando estipulado que por cada minuto menos de los cuarenta que invirtiera en llegar a la meta percibiría una suma adicional de $100. La noticia circuló en seguida por las redacciones de los diarios y revistas: A nosotros llegó una invitación para asistir al acto y allá enviamos a Heriberto J. Rico, hombre bastante flaco, muy dado a caminar de prisa y entendido en esto de subir y bajar escaleras. A las tres y media, hora de la cita, entró Rico por el amplio vestíbulo de la Equitativa y dirigiéndose a uno de los porteros, después de alagarle el puro de rigor, le preguntó dónde empezaba el ascenso. — Allí está todo el grupo esperando al que va a subir — repuso el interrogado con aire aburrido, así como si se tratara de alga que ocurría todos los días. A las cuatro de la tarde descendió Mr. Roome a las entrañas del rascacielos, quitóse el sombrero, la chaqueta y el chaleco, e inició su viaje hacia el asta de la bandera. Rico intentó seguirlo escaleras arriba, pero se dio por vencido al llegar al séptimo piso y tomó el ascensor. Mr. Roome llegó al remate de la mole a los ocho minutos, cincuenta y dos segundos. — ¿Cómo se siente usted? — preguntóle Rico.— ¿Está usted cansado? Juuo, 1920 < Reo i^ ^ '^ "■■■° Á ■ n "-^T" c? — Seguramente que no. ¿Por qué voy a estar cansado? Los que creyeron que Roome llegaría a la cúspide, si es que llegaba, sudoroso y jadeante, recibieron una gran sorpresa. La agitación respiratoria que se notaba en él casi era imperceptible. Aunque contada así la cosa parece no tener gran importancia, para que el lector se percate bien de la hazaña citaré que desde el subsótano, donde comenzó el ascenso, hasta el remate, hay la friolera de cuarenta y siete pisos. Como cada tramo de escalera tiene veinte peldaños, Mr. Roome subió un total de 940 peldaños. Según lo estipulado en la apuesta, percibirá Mr. Roome por el ascenso la bonita suma de $4,100. * * * PARECE que ya empieza otra vez a ponerse de moda la "aguja envenenada". Según declaraciones de la señora Renee Neville, que se dedica a cantar ópera, mientras estaba en un tranvía fué narcotizada con una inyección hipodérmica por un japonés que tenía al lado. El hecho ocurrió en San Francisco de California. La señora Neville llevaba poco tiempo en el tranvía cuando sintió como que la pinchaban con un alfiler o aguja en la espalda. Saltó de su asiento y percibió al japonés citado, en cuya cara de galleta reinaba la calma más absoluta. En vista de esto, y de que el dolor se desvanecía, volvió a sentarse sin prestar mayor atención al asunto. Al poco rato perdió el conocimiento y no despertó hasta que el conductor, después de sacudirla violentamente, le vació un jarro de agua sobre la cabeza. Se ha dado el correspondiente parte a la policía y la prensa teatral comenta el asunto con los aspavientos de costumbre. Yo doy la noticia por lo que valga, pero conste que ya no me impresionan esto de las "agujas envenenadas" y los "pinchazos misteriosos". Hace varios años, un poco antes de la guerra y en uno de esos períodos muertos en que la prensa yanqui no sabe con qué llenar sus innúmeras columnas, se dieron varios casos análogos que fueron el tema de las conversaciones durante algunas semanas. LTna de las "pinchadas", corista a la sazón en el Winter Carden, manifestó a los repórters que "había experimentado después de la pi cada una flacidez indescriptible, seguida de desvanecimientos hasta perder el sentido por completo." Cuando leí eso acabé de perder la fe en los periódicos. Aquella corista, que cuando tocaban a comer o beber daba punta y raya a un estivador, no perdía el conocimiento ni aunque la atacaran con una pica de toro. T\ESCAMPS, el representante y administra-*-' dor de Carpentier, es un hombre inteligente, no cabe duda; pero a veces también mete la pata. Aquí se fué del seguro hace varias semanas y, como resultado, ha tenido que hacer un cambio radical en sus planes. Como ya dije el mes pasado, para Georges los Estados Unidos se han convertido en sucursal de Jauja: el dinero que él y su representante han ganado y están ganando representa una pequeña fortuna semanalmente. Sólo en los contratos de películas con la Robertson-Cole se llevan cerca de medio millón de dólares. Todo hubiera seguido sin el menor percance, de no metérsele en la cabeza a Descamps traer por estas playas a otros pugilistas europeos, entre ellos a Papin, el campeón de peso ligero de Francia, y a un tal Badoud, que dice ser el mejor pugilista de Bélgica. Papin peleó hace unas cuantas semanas contra Lew Tendler, de Filadelfia, uno de los buenos boxeadores ligeros de este país. Los preparativos fueron magníficos: la lucha. . . más vale no calificarla. Al saltar dentro del ring el francés, la banda tocó la Marsellesa y las cinco mil personas que había en el loca] — un cuartel de New Jersey — pusiéronse en pie. Después entró Tendler y se tocó y cantó el himno americano. En cuanto vi a los dos boxeadores, tuve el presentimiento de que aquello iba a acabar mal, aunque nunca me figuré que la cosa llegaría al extremo que llegó. Papin es un individuo alto, flaco de la cintura para arriba y demasiado viejo para meterse en estas andanzas de boxeo, pues ya ha cumplido treinta y tres años. Sus brazos, aunque nervudos, son demasiado finos, y es anormalmente estrecho de hombros. El americano, judío por las facciones, es muchacho joven, bajito, pero un verdadero hércules en pequeño. Como es zurdo y bizco por añadidura, resulta un parroquiano difícil de manejar en el "ring": nunca se sabe a dónde está mirando ni qué golpe va a dar. En el primer "round" hubo el tanteo de costumbre y el amigo Papin hizo distintos movimientos parecidos a los de un profesional. En el segundo, Tendler por un poco lo asesina. Antes de terminar el "round" lo pescó de lleno con un golpe en medio del estómago y el francés se vino al suelo con la boca abierta. Los demás rounds, hasta el sexto, en que el juez, con muy buen criterio, dio fin a la carnicería, fueron una repetición del segundo. Exceptuando alguna que otra trompada desesperada, que maldito el — > PÁGINA 632