Cine-mundial (1920)

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CINE-MUNDIAL I.ii viej.i jipcniís puíio cionnir jniuell.i noche. Srntía intrnníiiiilíi su concípncia. Era unji e^DÍsta que piiardaha para ella toda la felicidad de su descuhriniienttK Alberto tenia en el mundo de los vivos alpuien niás que ella. A la mañana si^ruiente vendió eon apresuramiento sus verduras sin cuidarse de la ganancia y guardó su carretoncillo mucho antes que los ciinipañeros. El Metro la llevó a las afueras de París. Se vió en un paisaje grisáceo y yermo con fábricas humeantes y casas de ladrillo, feas y tristes como prisiones, en las que vivían familias de obreros. Habló con la portera de una de estas viviendas. Su biznieto estaba en la escuela y la mujer de .-Vlberto trabajaba en la fábrica. Fué luego a la tal fábrica y el conserje, un inválido de la guerra, le cerró el paso. Imposible entrar; nadie podía ver los talleres porque en ellos se torneaban obuses. Pero la vieja, pegada tenazmente al arco de la puerta, pudo ver de lejos a muchas mujeres que pasaban y repasaban por los patios en las evoluciones de su trabajo, todas ellas con anchos pantalones, lo misino que si fuesen ciclistas. Casi rió a impulsos de la sorpresa al ver que una especie de muchacho pequeño y delgado, con amplios calzones azules, abandonaba la carretilla llena de virutas de acero que iba empujando, para saludarla desde lejos. Era la mujer de Alberto. Cuando sonó la campana de mediodía y las trabajadoras salieron para almorzar, la vieja pudo verla de cerca. Tenía una palidez cenicienta y sus ojos eran más grandes que nunca, rodeados de una aureola oscura y dolorosa. Rompió a llorar al enterarse de que su marido aparecía todas las noches en un cinema, después de haber muerto hacía un año. — iCómo puede ser eso?... Su asombro era tan grande que cortaba su llanto. E hizo esfuerzos inútiles para entender a la vieja, la cual repetía las explicaciones que había escuchado, aunque sin comprenderlas mejor. — Lo cierto es que Alberto trabaja en el cinema. Ven con el niño: os espero esta noche. Hizo su invitación con aire de mando. A las ocho la encontrarían en la puerta del cinematógrafo situado casi en el extremo opuesto de la gran ciudad. Y después de esto se separaron, pues los pobres no tienen tiempo que perder. La vieja los vió llegar puntualmente. La viuda llevaba un vestidito negro adquirido en un bazar; el niño iba con su mejor ropa y peinado como un paje. Al ver que la obrera intentaba ir hacia la taquilla, la vieja se opuso. — ¿Qué es eso?... Aquí pago yo. Me aprecian mucho; soy como de la casa. Y para demostrar su confianza bromeó con la vendedora de billetes. Luego estrechó la mano al hombre que guardaba la puerta (su antiguo enemigo) dándole un cigarro barato que había comprado momentos antes. — Los pequeños regalos mantienen las amistades. Tome usted, señor. Dentro, en la sala, saludó como una antigua amiga a la acomodadora. • — Son la mujer y el hijo de mi nieto, el que trabaja en la obra — dijo, dándole al místno tiempo unas cuantas piezas de cobre. Y se sentó con orgullo en las sillas designadas por la empleada, juzgándolas las mejores de todas. Pero la satisfacción de mostrar a sus acompañantes !a inmensa influencia de que go Septtembre. 1920 < /aba en aquel !ug;ri púlilico. duró muy poeo. -VI aparecer .\lI)erto temió ipie tatrihién gri tase aquella mujercita, vestida de luto, ipie tenía al lado. Pero era silenciosa en su dolor. Contempló la vi.si<')n con sus pupilas agrandadas e ini|uietante.s que recordaban los ojos de los aficionados a la morfina. Cerraba los labios con fuerza y por aridios lados de su boca corrían dos hilos de lágrimas. El enlutado pajecillo miraba con la inconsciencia de esa edad en que se oye hablar de la muerte sin saber lo (¡ue ^. Aquel soldado que miraba al público lo conocía él. Era su padre: lo había visto llegar una vez a su casa, vestido así. ¿Por qué no volvía?. . . — i Papá. . . . papá ! — murmuró, tendiendo sus rnanecitas a la visión para que viniese hacia él. — ¡Alberto... Alberto! Y la madre y la bisabuela, sin dejar de llorar, le einpujal)an dulcemente en la oscuridad para que permaneciese quieto. A la salida, antes de desi)edirse junto a la puerta del cinema, la vieja tomó su aire imperativo: ^Mañana aquí a la misma hora. Yo pago. La viuda pareció extrañarse de tal invitación. — Vivo al otro lado de París, abuela ; un verdadero viaje. Me he de levantar temprano para el trabajo; he de ocuparme del niño antes de enviarlo a la escuela. ¡Imposible!. . . Además, ¿para qué volver? Alberto no resucitará y este espectáculo me mata. La vieja la siguió con los ojos mientras se alejaba con su niño titubeante de sueño. Siempre había creído a esta mujercita de poco corazón. — ¡ Ay ! La única que se acuerda \'erdaderamente de Alberto soy yo. Anduvo triste y malhumorada todo el día siguiente. Al anochecer se encontró en la taberna con el tío Crainqueville. Aunque el verdulero filósofo hablaba poco y pasaba en tre personas y cosas sin preocuparse de ellas, |)arecía interesarse por los actos de su vieja amiga. La había observado, silenciosamente. Desde hacía unos días era otra mujer. Gastaba mucho dinero; convidaba a todo el mundo; llegal>a tarde a los mercados, comprando lo más cart» y lo j)eor para vender luego al público con mayor baratura que los demás. — Te vas a arruinar; estás gastando tu capital. Pero a pesar de estos consejos siguió bebiendo cuantos vasos ([uiso ofrecerle la vieja. A las ocho ésta se mostró impaciente. — Adiós. Crainqueville. Te dejo ya que no quieres acompañarme. Me esjiera mi nieto; ya sabes que trabaja en el cinema. — ¡Pero si a tu nieto lo mataron!... — Ks verdad que lo mataron, pero trabaja en el cinema. El filósofo se limitó a encoger sus hombros. Inútil hablar. Sabía por su maestro y protector que no hay que asombrarse de nada en este mundo. Hasta los actos más ordinarios y comunes resultan incoherentes cuando se les examina bien. Es inútil, pues, exigir lógica en los sucesos extraordinarios de nuestra vida. III La vieja, después de apoyar un dedo en el timbre de la verja, examinó su vestido de seda negra. Databa de los tiempos de su pobre hija. Ella lo había confeccionado, aunque de esta primera hechura apenas quedaba nada después de los varios retoques que se habían sucedido con largos intervalos. Reconoció que no estaba mal. Algo pasado de moda, pero el género bueno siempre es apreciado por las personas inteligentes, y ahora ya no se fabrican sedas como las (|e antes. La cabeza la llevaba desnuda. Sentíase orgullosa de la dureza y la abundancia de sil cabellera blanca. Admiró al otro lado de la verja el pequeño y elegante hotel, rodeado de algunos árboles, i Lo que una mujer puede ganar con stís pies!... Pero la proximidad de una jovenzuela con delantal y gorro blancos, no le permitió continuar su examen. Esta doméstica elegante avanzaba atraída por el llamamiento del timbre. A la vieja le fué antipática por sus ademanes de muchacho, por ¡a mirada altiva con que la midió de pies a cabeza y por su voz áspera. — Buena mujer, si es para pedir un s >corro a la señora, vuelva otro día. La sentirá no está. Balbuceó la vieja de indignación. . . ¡El puñetazo que se llevaría atiuella insolente de no existir la verja entre las dos!... Empezaba a dirigir terribles alusiones al pecho plano de la doncella, a sus angulosidades de mancebo, subiendo rápidamente el diapasón de sus ofensas, cuando sintió que la cogían de los hf)mbros. Al volver la cabeza, vió junto a la acera un automóvil que acababa de detenerse. L^na señora elegante salía de él, la sonreía intentando al)razarla. ■ — ¡ Abuelita!. . . ¡abuelita! Y lo primero en que se fijó la vieja fué que la bailarina célebre iba vestida de luto, un luto vistoso y sobradamente llamativo, pero luto al fin que sólo podía ser por su hermano Alberto. Se sintió empujada cariñosamente al otm lado de la verja que acababa de abrir la doncella. Quiso anonadar con una mirada y un bufido a esta insolente, pero ella habia bajado los ojos, no pudiendo resistirse a su confusión. (La conclusión en el próximo número) — > PÁGINA "■^