Cine-mundial (1920)

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CINE-MUNDIAL La Vieja oeil T'i:^^ema Novela corta escrita exclusivamente para CINE-MUNDIAL, por VICENTE BLASCO IBAÑEZ Derechos de propiedad lilcraria reristrados por CINE-MUNDIAL (Continiiación) i La tía que ella había tomado por unn mendiga era la abuela de la señorita !. . . Al mismo tiempo lamentaba, interiormente, las injusticias de la suerte. Ella había hecho estudios de bachillerato; tenía arriba «n su cuarto un cuaderno lleno de versos y. sin embargo, no venía ningún príncipe de leyenda a llevársela para regalarle un liotel igual al de la otra. La vieja marchó de asombro en asombro al recorrer los salones de la bailarina. Se había imaginado el lujo de otro modo: grandes y ostentosas sillerías, muebles monumentales, y aquí apenas encontraba donde sentarse. Sólo veía divanes bajos y cojines en el suelo. Los muebles eran de aspecto tan frágil que apenas osaba tocarlos; los colores de paredes y cortinas tan raros y complicados que daban el vértigo a sus ojos. Al nombrar a Alberto, su nieta se conmovió perdiendo su alegría de pájaro. — ¡Cómo he sentido su muerte! — dijo con los ojos húmedos — . Nos llevábamos mal; apenas nos veíamos. El no podía comprender mi modo de vivir. Pero lo amaba de veras. Tomó un retrato que estaba sobre una mesilla, en lugar preferente, y lo besó. Era el retrato de Alberto. Esta fidelidad en el recuerdo conmovió profundamente a la abuela. ¿Y aún decían que si Julieta era esto o aquello, por su profesión y su manera de vivir?.. . ¡ L'^n corazón de oro! Su entusiasmo se enfrió un poco al notar la serenidad con que escuchaba la bailarina el relato de su descubrimiento en el cinema. — Es curioso — se limitó a decir — verdaderamente curioso. Y adivinó cuál era el deseo de su abuela. — ¿Quieres llevarme a verlo?. . . Bueno, te acompañaré esta noche, pero con una condición: la de que te quedarás a comer conmigo. Ei recuerdo de su hermano había hecho surgir en ella otros recuerdos. — "¡Ay, abuelita! No es el pobre Alberto el único que fué a la guerra. Otros hay que viven aún, y ios que viven inspiran mayores preocupaciones que los muertos. Pensaba en su amigo, un joven rico que la verdulera no había visto nunca, pero que según se murmuraba acabaría casándose con Julieta. No pudieron hablar más. Era la hora del té y empezaron a llegar las amigas de la señora todas vestidas con unos trajes elegantes, raros y vistosos, que hacían parpadear a la vieja desorientándola en sus opiniones. Algunas, a pesar de sus multicolores vestimentas, envidiaban el luto de Julieta. L'na de ellas fué más lejos en la manifestación de sus opiniones: — i Qué suerte tener un muerto en la familia!... i El negro sienta tan bien!... Todas fumaban. Se habían tendido en el suelo, sobre pieles de oso blanco, o sobre sedosos y redondos almohadones abuUonados y con un botón hondo en el centro, semejantes a calabazas. Unas se estiraban como fieras Dibujos de Ascléspiades Alvarado perezosas, sin reparar en lo que dejaban al descubierto; otras apoyaban su mandíbula en las rodillas sostenidas por los brazos cruzados. El té estaba en el suelo, sobre una gran bandeja de plata en la que movía la lámpara de alcohol su penacho azul casi invisible. Julieta había hecho valientemente la presentación de la vieja a sus amigas. — Mi abuelita que vende verduras todas las mañanas en la rué Trepsic. Yo estoy orgullosa de mis antecesores como un descendiente de los Cruzados. Itisa general de las señoras que poco a poco olvidaron a la vieja. Esta quería irse. No gustaba de estas costumbres, pero al mismo tiempo temía ofender a su nieta. Pasó cautelosamente de silla en silla, como una pequeña que desea escaparse y así llegó hasta el comedor. Allí cobró ánimos y poniéndose de pie, francamente se aventuró en un pasadizo inmediato. Casi tropezó con la doncella que volvía al salón con agua caliente para el té, y la acogió con un bufido implacable. — ¡ Presumida !. . . j Fea ! Después de este insulto supremo, se sintió más ágil y empezó a bajar unos escalones hasta dar con la cocina. Aquí admiró más que en los salones de arriba el bienestar de su nieta. ¡Qué abundancia ! ¡ Qué de cacerolas brillantes como astros ! La cocinera le hizo los honores de sus dominios, colocando sobre la mesa una botella de vino y dos vasos. La bebieron entera hablando de sus penas. Luego sacó un retrato y lo besó mostrándoselo a su visitante. — Mi hijo es cazador alpino, lo que llaman "diablo azul" y está en los Vosgos. La vieja, por no ser menos, sacó también del pecho un retrato de soldado. — A mi nieto lo mataron, pero ahora trabaja en un cinema todas las noches. La cocinera se movió nerviosamente en su silla abriendo mucho los ojos. Decididamen Los dos se habían abrazado, balanceándose con las explosiones de su emoción. te aquella vieja estaba loca como le había dicho la doncella; pero era la abuela de la señora. Hasta la hora de la comida se mantuvo la verdulera en este paraíso, admirando sus magnificencias. Luego sintió nostalgia y cierta cortedad al verse arriba en el comedor, sentada a una mesa enorme, teniendo en frente a su nieta y, más allá, a un criado ceremonioso que tampoco le era simpático. Admiraba los manjares, reconociendo que nunca había comido tan bien, pero realmente su deseo era el de terminar cuanto antes. Miró el reloj de encima de la chimenea. Eran cerca de las ocho. — No tengas prisa, abuelita. Hay tiempo. Mi automóvil nos llevará en un instante. De pronto una conmoción en todo el hotel: repiqueteo de timbres, alaridos de sorpresa de la doncella antipática, choque de puertas, voces de hombres. La doncella entró corriendo: — Señora... ¡es el señor! No dijo más, pero la vieja lo adivinó todo. El "señor" sólo podía ser uno. Y vio a un buen mozo con uniforme de aviador que entraba violento como una tromba. No tuvo que avanzar mucho, pues la bailarina corrió a refugiarse en sus brazos. Julieta hablaba de él momentos antes con tristeza. Hacía seis meses que no le veía. Era imposible obtener una licencia en estos momentos. El aviador dio explicaciones con voz entrecortada. — Un permiso inesperado. . . Una breve comisión en París. . . Veinticuatro horas, nada más. . . No pudo seguir hablando. Los dos se habían abrazado, balanceándose con las explosiones de su emoción. Empezó a rasgarse el silencio con unos besos casi tan sonoros y escandalosos como los taponazos del champagne. La vieja se levantó, ceñuda y grave. Allí estaba de sobra una persona; no necesitaba que se lo dijesen. Al verla salir, Julieta se desasió de los brazos amorosos corriendo hacia ella para dar explicaciones. — Ya ves. . . Sólo viene por veinticuatro