Cine-mundial (1920)

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CINE-MUNDIAL horas. , . Imposible hoy. . . Otro día. Es preciso atender n los vivos. Se vio la vieja en la soledad de la calle helada y nepra. Los reverberos encniMielionados a causa de los ataques aéreos sólo servían con su breve radio de luz para dar mayor intensidad a la lobreguez general. Mientras marchaba, acompañó su paso repitiendo las mismas palabras, como si fuesen una letanía: — La vida quiere vivir; los vivos necesitan vivir... ¡ Ay del que muere! I*os muertos huyen más aprisa que los vivos. Todos abandonaban a los muertos. Hasta en la sala del cinema notó esta ingratitud. Aquella noche no había niAs que una veintena íle personas. El público de este cinematógrafo de barrio estaba ya cansado de las aventuras de la perseguida alsaciana. Todos conocían la liistoria. La vieja ocupó su asiento con la iii.ijestad de un monarca que se hace dar una representación para él solo. AI aparecer su nieto le habló en voz baja con dulzura y tristeza. — Buenas noches, peíiueño mío. Todos te abandonan; todos te olvidan. La vida es así... Pero no temas; tu abuela no te dejará nunca. Aquí me tendrás todas las noches.. . ¡Todas las noches! IV La noticia empezó a circular después de mediodía, vaga e indecisa. "¡La paz!. . . ¡Acaba de ajustarse la paz!" Pero tantas veces se había asegurado esto mismo sin verlo después realizado, que la vieja no creyó la noticia. A media tarde, todos se convencieron de que era una verdad. El gobierno anunciaba la existencia de un armisticio.' I, a verdulera, sin saber cómo, se vio envuelta y arrastrada por una avalancha de gente que parecía rodar hacia el centro de la ciudad. Estaba frenética de alegría c -n.o todos; gritaba como todos. Hasta la llegada de la noche vivió una existencia de ensueño; creyó seguir las inverosímiles aventuras de una pesadilla. Pero esta pesadilla era agradable y sus delirros no los inspiraba el terror sino el entusiasma. Se vio en la plaza de la Concordia. Ln muchedumbre rugiendo cantos patrióticos lacia rodar los cañones cogidos a los alemanes, que estaban expuestos en la gran plaza. L'n grupo de mozalbetes hizo montar a la vieja sobre uno de estos cañones como si fuese un carro triunfal, arrastrando la pieza por las calles inmediatas. Ella con los blancos cabellos en desorden, elevaba los brazos y rugía la "Marsellesa". La muchedumbre la saludaba con aplausos. Nadie sabía quién era, pero su paso iba despertando esa veneración instintiva que infunde la vejez. Algunos creían ver la gloria de la Revolución que despertaba triunfadora después de un siglo de letargo. De pronto se vio a pie y sola. Había desaparecido el cañón y los jóvenes que lo arrastraban. Ahora estaba en la rué Royale, frente a los restaurants más elegantes. Los parroquianos de Maxim (gentes ricas que podían permitirse este lujo), regalaban botellas de champagne a la muchedumbre, para solemnizar el suceso. Sin saber cómo se encontró hablando con un grupo de soldados americanos. Ella adoraba a los americanos. Los reconocía únicamente por su sombrero con cuatro hoyos simétricos y terminado en punta. ¡Hermosos muchachos, sanos, fuertes y con aire de bue nos! A muchos de ellos les encontraba cierto parecido con .\llicrto. — ¡\"ivan los Estados Unidos! Se entendía con ellos jior medio de gestos y de guiños, más que por palabras. Pero esto no importaba, ¡cuando hay simpatía y buena voluntad !. . . Y ellos regocijados por la alegría varonil de la vieja reían como niños grandes, con una carcajada sonora que marcaba bajo la piel la fuerte osamenta de sus mandíliulas y dejaba al descubierto el luminoso marfil de unas dentaduras envidiables. La vieja se levantó la falda para rebuscar en la bolsa de lienzo pendiente de su cintura, donde guardaba todo el capital de su comercio. Estaba en fondos y ¡lodía convidar a sus nuevos amigos. bre hubiese marchado sobre ella; qu«JuibÍese recibido millones de golpes. El instinto la llevó hacia su barrio, caminando con lentitud, arrastrando casi los pies. Pero a pesar de esta fatiga unía su voz a las aclamaciones de todos los grupos que encontraba al paso. La necesidad de descansar y el impulso de la costumbre la llevaron a la taberna. Allí estaba Crainqueville, solitario y silencioso, sentado ante su pequeño vaso cuyo fondo contemplaba tristemente. — También te convido a ti — dijo la vieja — • Hoy es un gran día. ¡La paz! ¿Qué dices; tú de la paz? '^^ ' | 1 Crainqueville levantó los hombros. Lu^go,' animado por la vista del nuevo vaso que le presentaba el mozo de la taberna, se dignó hablar. — Tal vez la humanidad procure ser mejor después de esta prueba terrible; tal vez se regenere y aprenda a vivir con un poco de lógica. Luego sonrió irónicamente como su maestro. Se sintió invadido por la eterna duda, y continuó: J^,^ — Aunque na ,r \ _ die puede decir si esta pobre humanidad merece A^. \ 0 ip la pena de ser regenerada y de i) Algunos creían ver la gloria de la revolución que despertaba triunfadora. . . Los soldados protestaron, riendo. "¡.Admitir convites de una mujer!" El que sabia más francés repitió esta protesta: — Nosotros somos más ricos que usted; nos otros cobramos en dólares. Ella miró el puñado de monedas de cobre que tenía en una mano. Céntimos, nada más; pero ¡qué importaba!... — Estáis en mi casa; yo os invito. Si me decís que no soy capaz de llorar. Entraron en un café y durante media hora los robustos soldados del sombrero puntiagudo, bebieron riendo a carcajadas de las palabras y gestos de la alegre vieja. Luego se vio bebiendo con hombres de otros países que vestían distintos uniformes, y con soldados franceses que, a pesar de la locura general en aquellos momentos, conservaban un gesto sombrío, como hombres que aún no hubiesen acabado de despertar de una pesadilla horrorosa, prolongada durante años y años. Al anochecer, la vieja se sintió fatigadísima. Parecía que toda aquella muchedum OCTUBREM92^^^ (jue alguien se ocupe de su porvenir... -Mucho más tarde, la vieja se sintió atraída por un nuevo deseo. Se acordó con delicia de' la oscura sala del cinema y sus visiones que, ella consideraba como algo celestial. ¡Qué felicidad, estar allá unas dos horas en un , asiento cómodo, conversando mentalmente' con su nieto! El pobre Alberto no debía' conocer aún la gran noticia que conmovía a París y al mundo entero. Ella iba a comunicársela. — Adiós Crainqueville; mi nieto me espera. Para el pobre no hay fiestas. Esta noche trabajará como todas. El filósofo callejero, que había terminado por aceptar la vida ilusoria de su compañera, creyó del caso darle algunos consejos. — Te estás matando. Apenas comes; bebes demasiado, gastas tu dinero exageradamente, vas a perder tu capital. Ayer tuviste que tomar la mitad de tu género al fiado. . . Además en una semana parece que hayas vivido varios años. (La conclusión en el próximo número) — > PÁGINA 8="'