Cine-mundial (1920)

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CINE-MUNDIAL — ¿Cómo se llama usted? — Violeta Bronson. . . — ¡Mi hija! — exclamó el misionero atrayendo a la joven hacia sí, en el colmo de la emoción. Dupont estaba estupefacto y Violeta, vencida también por la sorpresa y la ternura, no podía pronunciar palabra. El misionero contó entonces cómo se había salvado de la muerte. — Los fieles indígenas que hallaron mi cuerpo examine — explicó — me llevaron a una lejana cabana en vez de arrojarme a la caverna como mi mujer les había ordenado que lo hiciesen, después de envenenarme. Allí, atendido por Sutton, que me prodigó mil cuidados y me hizo tomar varios poderosos antídotos, permanecí entre la vida y la muerte durante varios días. . . El cacique tenía un espía cerca de la casa <3el misionero, de modo que, apenas habían entrado Violeta y Roberto a la habitación, «I indígena salió corriendo a comunicar a los suyos la noticia de aquellas entrevistas. — Ya me lo temía yo — comentó el Jefe ■de la Banda al enterarse... — Ahora no nos ■queda más remedio que matar también al misionero. El cacique y sus huestes se prepararon, pues, para el ataque. Comenzaba a obscurecer y se encendieron las antorchas. Sobre la inmensa cortina del cielo tropical, las llamas de las teas auguraban una trágica jornada. . . Roberto, que no las tenía todas consigo, •estaba preparado para cualquier evento, de modo que, apenas notó el reflejo de las antorchas y comprendió que iban a ser ataca•dos, se volvió a Bronson, diciéndole: — Los indígenas se acercan en son de guerra, guiados por los de la Banda. . . Debemos defendernos. . . Todo parecía en contra de Bronson y los ■dos jóvenes. Rodeados por todas partes de un enemigo muy superior en número, ¿qué podían hacer contra tantos? La tribu entera se aproximaba. . . Armados de rifles, Roberto y Bronson se apercibieron al combate, dejando a Violeta la misión de cargar las armas. En medio de salvajes aullidos que tenían un eco feroz en las tinieblas, los nativos comenzaron el asalto. Flechas ardientes llovían encima de la cabana. Otras flechas, de puntas de acero, iban a clavarse temblorosas sobre las paredes de la casa. Dupont y Bronson disparaban con cuidado, tratando de hacer efectivo cada uno de sus balazos. De repente, el misionero, alzando los brazos, cayó pesadamente al suelo, en un gemido de agonía: una flecha le babía atravesado el liombro. N'ioleta, con el semblante contraído por el dolor, pero sin perder su sangre fría, tomó el arma del caído y continuó haciendo fuego al lado de su novio. A cada disparo, un indígena caía. . . Pronto, viéndose rodeados de muertos y heridos, los nativos comenzaron a desmoralizarse. . . Renard, Vera y el Jefe de la Banda, inquietos, contemplaban el espectáculo. — Alguien debe forzar la entrada — exclamó Renard furioso... — Yo la forzaré. Dupont vio que las filas de los asaltantes iban haciéndose más y más delgadas y que la desmoralización cundía entre los indígenas. De pronto, como un bólido, a través del techo de la casa, cayó Renard con un cuchillo en la mano. Dupont se volvió al ruido de la caída y se lanzó inmediatamente sobre su enemigo. Por la última vez los dos hombres lucharon cuerpo a cuerpo: sin duda que aquella sería la postrera pelea. El odio del bandido se reconcentraba en un supremo esfuerzo por vencer, en tanto que Dupont, reconociendo que su dicha y la de Violeta dependían del éxito de aquella riña, ponía en sus golpes la mayor fuerza posible, mientras su novia, desde la ventana, continuaba haciendo fuego. Los asaltantes se batían en retirada, asustados de la carnicería que las armas de fuego habían hecho en sus pelotones. Poco tardaron en desaparecer, dejando a Vera y al Jefe de la Banda solos. Dupont había sido el más fuerte. Con un poderoso esfuerzo, arrancó el puñal de manos de Renard v lo hundió sin misericordia en el corazón del bandolero, que cayó sin vida al suelo. . . El Jefe de la Banda y Vera, reconociendo su derrota, inclinaron la cabeza. — Vayamos al templo de los dioses — dijo el primero — y ofrezcámonos en sacrificio. Así quedará satisfecha la cólera divina y ni Roberto ni Violeta descubrirán jamás el tesoro que esconde el templo. Dupont se apresuró a examinar los alrededores de la casa. La Banda había desaparecido. De los indígenas, sólo los muertos y los heridos quedaban sobre el campo. Inclinándose sobre el cadáver de Renard, Roberto palpó sus ropas y registró sus bolsillos. . . Bajo la ensangrentada camisa del bandolero, el joven médico halló el codiciado mapa. Luego corrió al lado del agonizante Bronson que sin duda sabía dónde estaba la caverna. El padre de Violeta, al ver el documento en manos de Dupont, sonrió satisfecho. — ¡Id allí! — dijo señalando hacia la puerta abierta. . . — a la Caverna de las Calaveras. Habéis vencido a los idólatras y el oro os pertenece... La ilusión de mi vida ha sido va realizada. . . * * * Por la mañana, el Jefe de la Banda, seguro de la muerte de Renard y de que Violeta y Roberto intentarían apoderarse del tesoro de los dioses, preparó todo para recibirlos con una racha de muerte. — ^'igila la entrada — dijo a Vera — y cuando veas que se aproximan, adviértemelo. Tú y yo moriremos y ni Roberto ni su novia sabrán jamás el secreto de la Caverna de las Calaveras. Efectivamente, Dupont y Violeta habían salido temprano en dirección a la cueva cuya localización les indicara Bronson. Prudentemente, pero con resolución, ambos jóvenes se acercaron a la entrada. Muy despacio, fueron arrastrándose a través del estrecho pasadizo de piedra que servía de vestíbulo al templo de roca. Al final de aquel pasadizo había una gran abertura. Apenas pusieron allí los pies, se dejó oír una formidable explosión que los arrojó de bruces al suelo. Como si un terremoto hubiera conmovido las paredes de granitOj éstas se estremecieron V dejaron caer sus moles en derredor. Violeta y el médico quedaron sepultados bajo una gran cantidad de escombros. . . Pero salieron ilesos, aunque cubiertos de tierra y arena. El polvo provocado por la explosión se disipó con lentitud y los dos jóvenes avanzaron. A corta distancia, tropezaron con los cuerpos ensangrentados y hechos trizas de Vera y del siniestro Jefe. La Banda Negra había cesado de existir. Aquellos dos cadáveres destrozados por las peñas eran como el epitafio sangriento de una larga carrera de crímenes. Dupont estrechó en sus brazos a Violeta. La sombra trágica que había obscurecido sus vidas durante lar^^o tiempo se había disipado para siempre, al soplo de la explosión. Y el sol de la ventura, como el sol que doraba las perezosas aguas del Orinoco, lucía en un cielo sin nubes. . . Los dos jóvenes continuaron avanzando, guiados por las instrucciones del mapa. Bajo una enorme calavera que el empuje de la explosión había sacado fuera de su lugar, el oro de los dioses refulgía. Y ante aquel triunfo de tantos esfuerzos V de tantas luchas, Roberto, apretando a Violeta contra sí, murmuró: ■ — ¡Tú eres para mí más preciosa que todo el oro de los dioses! FIN DE "EL DOMINADOR" Tres "poses" de Antonio Moreno, héroe de tantas series cinematográficas e ídolo de los públicos de habla española. Diciembre, 1920 < ■ > Página 1001