Mensajero Paramount (1927)

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Mensa/era tyaranwiuit radable estaba resultando aquella mutua nistad, que ya pensara nuestro hombre le poca es la distancia que separa a los eños de las realidades. Un día, levantóse de mejor humor que inca, vivo todavía en su pensamiento el álogo idílico de la pasada noche, y pidió le le fuera servido el almuerzo en sus bitaciones. Lo sirvió un muchacho .madó Nicolás, que había trabajado basus órdenes y con el cual tenía cierta nfianza. Nicolás andaba triste y cabiz — Nada, que es una desgracia ser camarero. ¿ Qué es un camarero ? Nada . . . un autómata. . . indigno de asociarse con otros seres que no sean camareros . . . Aquí, en aquella situación violenta en que ambos se encontraban. — Entre tú y yo, Isabel, existe un abismo social tan jo, con la servilleta al brazo, como si una an pesadumbre lo aplastara. ' — ¿ Qué te ocurre, Nicolás ? reste mismo hotel, hay una joven a quien amo entrañablemente. Ella también me ama, pero sus padres están empeñados en casarla con un labriego de la comarca. Dicen que la mujer de un campesino es una persona respetable en el pueblo, mientras que ser la mujer de un camarero . . . — Un camarero es tan digno de respeto como cualquier otro hombre. La profesión de camarero es perfectamente hono*. rabie. . . — replicóle Alberto. — Sí, pero sólo un camarero puede comprenderlo así, caballero. . . jjs "¿f. ^í La noche siguiente, Alberto, sin poder olvidar las palabras henchidas de pesimismo con que Nicolás le había regalado y molestado, sentíase cohibido y humillado ante la presencia de su Isabel idolatrada. Estaba nervioso, apenas podía estar quieto en el asiento y trató varias veces de acortar la entrevista, sin lograrlo. — Quedémonos aquí otro poco — le replicaba ella — ¡ está la noche tan hermosa ! . . . y, para mayor desgracia, encaminóse la conversación por el camino que menos hubiera deseado. — Alberto, hace quince días que nos conocemos y aún no me has dicho nada de tu persona. . . El momento temido había llegado y, demasiado caballero para mentir, Alberto decidió, de la mejor manera posible, acabar ancho y tan profundo que es imposible que podamos salvarlo. Más vale que olvidemos la realidad y que nos refugiemos en el encanto aún no roto del recuerdo. . . Isabel aquella noche lloró. Lo comprendía todo. Ella, aunque de familia acaudalada, no era sino una simple burguesa, sin títulos nobiliarios que la dieran derecho a entrar en una familia de abolengo aristocrático, en cambio él debía ser, sin duda, un príncipe, quizás heredero de algún reino, en amistad estrecha y fraternal con todos los grandes personajes de la realeza. % ^ ^ Un día, después de haber transcurrido muchos desde la última entrevista, vio Alberto entrar en el restaurant a Isabel acompañada de su padre. Su primer impulso fué ocultarse, pero, reaccionando, fuese derecho a los recién llegados, dispuesto a cumplir la misión que en el hotel desempeñaba. Sentó a los Fóster a una mesa y dio órdenes a un camarero para que les atendiese con el mayor esmero. Isabel y Alberto no se hablaron. Sus miradas se cruzaron rápidas, fugaces. La de él triste, la de ella sorprendida y desconcertada. Al retirarse Alberto, Isabel lo siguió hasta su despacho, y allí, embargada por la emoción, saltáronle las lágrimas de los ojos. — Ahora comprendo lo que me dijiste y admiro tu delicadeza, Alberto, ¿acaso creíste que podía importarme? ¡ Pero un maítre d'hotel no podía casarse con la hija de un millonario ! PAGINA 7